John MacArthur
Parte 3: Sométase a la paternidad de Dios
¿Con qué frecuencia pensamos profundamente acerca de las palabras que decimos en oración? En estos días, algunos nombres de Dios y frases como en nombre de Jesús se pronuncian tan casualmente que uno se pregunta si todavía tienen algún sentido.
Si no tenemos cuidado, nuestra vida de oración puede caer fácil y rápidamente en una rutina, una recitación sin sentido de las mismas palabras y frases día a día, sin ningún tipo de consideración en cuanto a lo que estamos diciendo o a quién lo estamos diciendo.
El modelo de oración que Cristo dio a Sus discípulos está en evidente contraste a ese tipo de repetición incoherente. Cada palabra en la oración del Señor es deliberada, intencional y cargada de significado espiritual -incluyendo el nombre que Jesús utiliza para dirigirse al Señor.
Y Él les dijo: "Cuando oréis, decid: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Y perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todos los que nos deben. Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal"(Lucas 11:2-4).
La oración comienza con una referencia a la paternidad de Dios. La primera palabra, el apelativo, es un recordatorio de que Dios es nuestro Padre celestial. Vamos a Él, no sólo porque Él es un monarca soberano, un juez justo y nuestro Creador, sino porque Él es un Padre amoroso. Esa bella expresión nos recuerda la gracia que nos da acceso ilimitado a Su trono (Hebreos 4:16); y nos anima a acercarnos confiadamente, al igual que un hijo o una hija lo haría a un padre amoroso.
Esa relación familiar, por cierto, es la base de nuestra confianza en la oración. El punto no es que nuestras palabras tienen algún tipo de poder mágico; no es que Dios de alguna manera está obligado a darnos lo que pedimos; y ciertamente no que nuestra fe amerita recompensas materiales, sino que Dios en Su soberanía, nos invita a venir a Él como un Padre misericordioso y amoroso. La intimidad de la relación padre-hijo no disminuye la reverencia que le debemos a Él como nuestro Dios soberano. Mucho menos se nos da ninguna razón para exaltarnos a nosotros mismos. En cambio, es un recordatorio de que debemos ser como un niño en nuestra dependencia de la bondad y el amor de Dios. En última instancia, debido a que Él es nuestro soberano Señor, Creador, Juez y Padre, Él es el único en quien podemos confiar para suplir todas nuestras necesidades y satisfacer nuestros anhelos más profundos. Si nuestras oraciones son realmente de adoración, estarán impregnadas con el reconocimiento de esa verdad.
Tomemos, por ejemplo, la oración de Isaías 64:8: "Ahora pues, Jehová, Tú eres nuestro padre; nosotros barro, y Tú el que nos formaste; así que obra de Tus manos somos todos nosotros" Ese es el espíritu apropiado de la oración: Señor, Tú nos formaste. Tú nos diste vida. Tú eres el único que puede proveer los recursos que necesitamos. Estamos unidos a Tu amado Hijo por la fe, y por lo tanto somos Tus hijos en todos los sentidos -dependientes de Tu voluntad, Tu poder y Tus bendiciones.
Eso es muy diferente de la oración de un pagano que viene a un dios vengativo, violento, celoso, injusto, creado por el hombre, creyendo que algún mérito o sacrificio deben ser llevados ante el altar para apaciguar a la deidad hostil. La perspectiva bíblica que traemos a la oración es que Dios mismo ofreció el sacrificio supremo y provee todo el mérito que necesitamos en la Persona de Su Hijo. Todos los que por la fe se aferran a Cristo como Señor y Salvador son "hijos de Dios" (Gálatas 3:26; cf. Juan 1:12-13, 2 Corintios 6:8). "Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios" (1 Juan 3:1).
En otras palabras, el sacrificio de Cristo fue ofrecido en nuestro nombre, por lo que ya hemos recibido lo mejor que Dios tiene para dar. Y "El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con Él todas las cosas?" (Romanos 8:32).
Como si eso no fuera suficiente, Jesús hace la siguiente promesa en Mateo 7:7-11:
Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pescado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?
Por eso, cuando oramos, vamos a un Dios que es nuestro amoroso Padre celestial. Podemos ir con un sentido de intimidad. Podemos ir con la misma confianza que un niño iría a un padre terrenal. Podemos ir con valentía. Nos estamos acercando a una deidad amorosa que no necesita ser sosegada, pero que nos abraza como Suyos. De hecho, ya que nosotros somos Sus hijos verdaderos, "Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!"(Gálatas 4:6). "Abba" es un término de profundo afecto, un término común para "padre" derivado del dialecto caldeo. Debido a que es fácil de pronunciar, era como los niños pequeños en los tiempos del Nuevo Testamento frecuentemente se dirigían a sus padres -como "papá" o "papito" en español hoy en día.
Sin embargo, cuando llamamos a Dios "Padre" o "Abba", no es un gesto casual de familiaridad insensible o presuntuosa. Si se usa adecuadamente, "Abba"- Padre- es una expresión de adoración profunda llena de confianza de niño: "Dios, reconozco que soy Tu hijo. Sé que me amas y me has dado acceso íntimo a Ti. Reconozco que tienes recursos ilimitados y que harás lo que es mejor para mí. Reconozco que tengo que obedecerte. Y reconozco que hagas lo que hagas, Tú sabes más. "Todo eso está implícito en la verdad de que Dios es nuestro Padre; y así es como Jesús nos enseñó a comenzar nuestras oraciones.
No se equivoque. Cuando oramos a Dios como nuestro Padre celestial, no sólo estamos reconociendo nuestra responsabilidad para obedecerle; también estamos confesando que Él tiene el derecho de darnos lo que Él sabe que es mejor. Por sobre todo, le estamos ofreciendo alabanza y agradecimiento por Su gracia amorosa, mientras que confesamos nuestra propia confianza y dependencia. En resumen, llegamos a Él como niños que Le adoran -y todo eso está implícito en la primera palabra de la oración modelo de Jesús.
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