“Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Porque ha mirado la bajeza de su sierva”. Lucas 1:46–48
Aun reconociendo que María fue la más extraordinaria de las mujeres, es bueno decir una palabra de precaución contra la tendencia común de ensalzarla demasiado. El punto de su “bienaventuranza” por cierto, no es que nosotros pensemos en ella como a quien podemos solicitar una bendición, sino más bien, que ella fue supremamente bendecida por Dios.
En la Escritura nunca se la presenta como fuente o dispensadora de gracia, sino que es ella misma la receptora de la bendición de Dios. Su Hijo, no María, es la fuente de gracia (Salmos 72:17).
María misma fue un alma sencilla; quien mantuvo en forma consistente un perfil bajo en los relatos sobre la vida de Jesús. La Escritura expresamente desenmascara algunas de las principales leyendas acerca de ella. La idea de que permaneció en completa virginidad, por ejemplo, es imposible de reconciliar con la idea de que Jesús tuvo medio hermanos que son nombrados en las Escrituras junto a ambos padres, José y María (vea Mateo 13:55). Mateo 1:25 dice que José se abstuvo de tener relaciones íntimas con María solo “hasta que dio a luz a su hijo primogénito; y le puso por nombre JESÚS”.
Cualquier lectura natural del sentido pleno de la Escritura, hace imposible sustentar la idea de la virginidad perpetua de María.
Su inmaculada concepción y su supuesta pureza no tienen de igual modo ningún fundamento bíblico. La alabanza abierta del Magníficat de María, habla de Dios como su “Salvador”, dejando así implícito testimonio de sus propios labios que ella necesitaba redención. En un contexto bíblico como tal, eso solo puede referirse a la salvación del pecado. María estaba, en efecto, confesando su propia pecaminosidad.
(Adaptado de Las Lecturas Diarias de MacArthur)