El nombre “puritano” fue concebido como un término de burla y desprecio. Se aplicó a un grupo de pastores anglicanos en la Inglaterra de los siglos XVI y XVII que intentaron purificar la iglesia de las influencias y prácticas católico-romanas remanentes.
Estos pastores puritanos llamaron una y otra vez a las iglesias de Inglaterra a arrepentirse de su extensa carnalidad, herejía y corrupción sacerdotal. Pero la Iglesia anglicana no se arrepintió. No podían negar la necesidad de una reforma, pero querían algo “intermedio” en lugar de una reforma total.
Los que tenían el control de la jerarquía anglicana permanecieron impenitentes, pero no pasivos. Estaban decididos a silenciar las voces que los llamaban a arrepentirse. Durante décadas, los puritanos enfrentaron hostilidad y persecución tanto de líderes eclesiales como de gobernantes políticos. Muchos sufrieron y murieron por su fe, mientras que muchos más soportaron encarcelamiento y tortura por causa de Cristo.
La persecución alcanzó niveles máximos en 1662, cuando el parlamento inglés emitió el Acta de Uniformidad. El decreto básicamente prohibió cualquier cosa distinta a la doctrina y práctica anglicana. Eso llevó a un día monumental y trágico en la historia espiritual de Inglaterra: el 24 de agosto de 1662, conocido comúnmente como la Gran Expulsión. Ese día, dos mil pastores puritanos fueron despojados de su ordenación y expulsados permanentemente de sus iglesias anglicanas.
Esos puritanos fieles comprendieron que la Iglesia de Inglaterra debía arrepentirse y reformarse antes que la nación alguna vez se volviera a Cristo. Pero en lugar de rechazar su maldad y corrupción, los líderes impenitentes de la Iglesia de Inglaterra intentaron acallar a todo aquel que clamara por arrepentimiento y restauración.
La historia posterior revela que la Gran Expulsión no fue un acontecimiento aislado con importancia temporal. La confusión espiritual no terminó una vez que los puritanos fueron excomulgados y separados de sus congregaciones. Es más, se puede asegurar que la Gran Expulsión fue un desastre espiritual que sirve como una clara y siniestra línea divisoria en la historia de Inglaterra que tiene repercusiones hasta el día de hoy.
Uno de los tales ministros expulsados fue Matthew Meade, quien escribió en cuanto a la Gran Expulsión: “Este día trágico merece ser escrito en letras negras en el calendario de Inglaterra.”[1] Matthew Meade, “Remeding the Sin of Ejecting God’s Ministers”, en C Matthew McMahon, ed., Discovering the Wickedness of our Heart (Crossville, TN: Puritan Publications, 2016), p. 174. Ian Murray describe las consecuencias espirituales de ese fatídico día: “Después de silenciar a los dos mil, entramos en una era en que el escepticismo y la mundanalidad contribuyeron a reducir la religión nacional a una simple parodia del cristianismo del Nuevo Testamento”.[2] Ian Murray, ed, Sermons of the Great Ejection (Londres: Banner of Truth Trust, 1962), p. 8.
J.B. Marsden vio el hecho como una invitación para el juicio del Señor. Así escribió: “Es presuntuoso fijarse en ocurrencias particulares como pruebas del desagrado de Dios; pero nadie negará que un curso largo e ininterrumpido de desastres indica con mucha seguridad, ya sea para una nación o una iglesia, que el favor divino se ha retirado. En los cinco años de la expulsión de los dos mil inconformes, Londres fue devastada dos veces”.[3] John Buxton Marsden, The History of the Late Puritans: From the Opening of the Civil War in 1642, to the Ejection of the Non-Conforming Clergy in 1662 (Londres: Hamilton, Adams, & Co., 1854), pp. 469-70.
Marsden no estaba equivocado. La Gran Expulsión ocurrió en el verano de 1662. En 1665, una epidemia de peste bubónica azotó a Londres, matando a más de cien mil personas, casi la cuarta parte de los habitantes. Al año siguiente, un enorme incendio arrasó a Londres, incinerando más de trece mil casas, casi cien iglesias (incluso la Catedral de San Pablo) y diezmando la mayor parte de la ciudad. Muchos historiadores concuerdan con Marsden, viendo tales desastres como retribución divina por la impenitencia de Inglaterra.
Sin embargo, esos desastres no se comparan con las consecuencias espirituales de la apostasía de Inglaterra. Tras citar la peste y el incendio, Marsden continuó: “Se produjeron otras calamidades más duraderas y mucho más terribles. La religión en la iglesia de Inglaterra casi se extinguió, y en muchas de sus parroquias se apagó la lámpara de Dios”.[4] John Buxton Marsden, The History of the Late Puritans: From the Opening of the Civil War in 1642, to the Ejection of the Non-Conforming Clergy in 1662 (Londres: Hamilton, Adams, & Co., 1854), pp. 480.
J. C. Ryle, quien sirvió como obispo de Durham a finales del siglo XIX, resumió de este modo el costo espiritual de la impenitencia de la Iglesia anglicana: “Creo que [la Gran Expulsión] hizo un gran daño a la causa de la religión verdadera en Inglaterra, la cual probablemente nunca será reparada”. De hecho, a lo largo de los siglos que siguieron, Inglaterra ha sucumbido a una cultura de liberalismo, invadida con iglesias frías y muertas e inundada de apostasía y tinieblas espirituales.
Y a pesar de los siglos de frutos repugnantes que surgieron del Acta de Uniformidad y la Gran Expulsión, la Iglesia de Inglaterra falló en conseguir su objetivo primordial. Los puritanos fueron desterrados, pero no silenciados. Muchos de los hombres que fueron expulsados de sus iglesias pasaron a tener influencia que continúa hasta el día de hoy. Los incondicionales espirituales como Richard Baxter, John Flavel, Thomas Brooks y Thomas Watson estuvieron entre aquellos que perdieron sus púlpitos en 1662 pero siguieron fielmente como predicadores fuera de la ley. Junto con muchos otros siguieron exponiendo la corrupción de la Iglesia anglicana y pidiendo su arrepentimiento. En ese sentido, continuaron con el legado que comenzó con los reformadores más de un siglo antes.
(Adaptado de El Llamado de Cristo a Reformar la Iglesia )