“Pues nada hay nuevo debajo del sol” (Ec. 1:9).
La Iglesia Católica no fue pionera de una nueva herejía con la venta de indulgencias. La comercialización de la gracia y el favor de Dios es una mentira ancestral. La corrupción religiosa y la extorsión ya existían durante el ministerio terrenal de Cristo. En ese sentido, los fariseos representan a los chantajistas religiosos de los que hemos hablado en esta serie.
El judaísmo del primer siglo se alejó mucho del diseño de Dios. El sistema de sacrificios, en particular, se había convertido en un plan para hacer dinero para la élite religiosa. Durante la época de la encarnación de Cristo, los atrios exteriores del Templo judío se habían transformado en un corrupto mercado de comercio.
El recinto del Templo era capaz de albergar a miles de adoradores. Todo el complejo constaba de varios atrios situados unos dentro de otros, con el Lugar Santísimo en el centro. El atrio exterior era conocido como el Patio de los Gentiles, el lugar más cercano a la sagrada presencia de Dios para un gentil.
Para el siglo I, el Patio de los Gentiles se había convertido en un lugar de corrupción repugnante. Allí se habían instalado cambistas sin escrúpulos para aprovecharse del cambio de moneda con los fieles extranjeros que tenían que pagar el impuesto anual del Templo (Mateo 17:24). Como el impuesto del Templo solo podía pagarse con moneda judía, los cambistas engañaban a los que habían viajado desde otros países con conversiones de moneda muy desproporcionadas.
Del mismo modo, los animales llevados al Templo para ser sacrificados eran regularmente considerados inadecuados por los sacerdotes judíos. Los sacerdotes señalaban cualquier defecto menor en el buey, cordero o paloma, obligando a la persona que había traído el sacrificio a comprar uno de los animales “aprobados” a un precio exageradamente alto. La mafia religiosa de los atrios traficaba con el favor y el perdón de Dios, y obtenía jugosas ganancias de sus engaños.
Nada de lo que Cristo encontró despertó más Su indignación que las acciones de aquellos líderes religiosos corruptos. John MacArthur comenta acerca de la escena:
“El sonido de la alabanza y las oraciones se había reemplazo por los berridos de los bueyes, los balidos de las ovejas, el arrullo de las palomas, y el regateo a gritos de los mercaderes y sus clientes. Lleno [Jesús] de ira santa ante la crasa profanación de la casa de su Padre”[1]John MacArthur, Comentario MacArthur del Nuevo Testamento: Marcos (Grand Rapids: Portavoz, 2016), 462.
Podemos olvidar fácilmente que nuestro Señor, que fue a la cruz “como un cordero, fue llevado al matadero” (Is. 53:7), también dio muestras feroces y físicas de Su indignación justa. En dos ocasiones (Jn. 2:13–16; Mr. 11:15–17), las Escrituras registran Su respuesta al comercio obsceno que se llevaba a cabo en el Templo. Él detuvo repentinamente sus negocios corruptos, derribando las mesas y expulsándolos con un látigo. Juan 2:16, describe la condenación que hizo por sus abusos perversos: “No hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado”.
Las Escrituras explican que nuestro Señor se consumía de celo por la casa de Su Padre (Jn. 2:17). Del mismo modo, el celo de Lutero por Dios se manifestó en su ardiente indignación contra el Papa.
¿Pero qué hay de nosotros? ¿Tenemos un celo similar por la pureza de la verdad de Dios? ¿O pasamos por alto los abusos blasfemos en aras de la diplomacia religiosa? ¿Acaso los protocolos de civilidad del siglo XXI han apagado nuestra pasión por la supremacía y la autoridad de la Palabra de Dios?
Hoy en día, hay muchos líderes cristianos que renuncian a su papel de guardianes de la Iglesia y prefieren una política de fronteras abiertas que invita a terroristas espirituales de todo tipo. Argumentan: “No es mi trabajo juzgar”, olvidando que se supone que los pastores deben proteger a las ovejas de los lobos. Esencialmente, ignoran las exhortaciones bíblicas de advertir al rebaño de Dios del peligro, como si esa responsabilidad estuviera fuera de su jurisdicción.
Pero lo que aprendemos del Señor y de Lutero es que la ignorancia no es una opción cuando nos enfrentamos a quienes extorsionan y abusan del pueblo de Dios. No podemos observar en silencio. No podemos responder pasivamente. No podemos hablar con ambigüedad.
Como los grandes embajadores de Dios que nos han precedido, debemos proclamar con valentía Su verdad revelada —resolviendo con fervor “exhortar con sana enseñanza y convencer a los que contradicen” (Tit. 1:9). No debemos “[participar] en las obras infructuosas de las tinieblas, sino más bien reprendedlas” (Ef. 5:11). En palabras de Pablo, debemos “[fijarnos] en los que causan divisiones y ponen tropiezos en contra de la doctrina que vosotros habéis aprendido. Apartaos de ellos” (Ro. 16:17).
El ministerio de Cristo nos muestra que la indignación justa es apropiada cuando se trata del abuso de Su Palabra y de Su pueblo. Deberíamos tener la misma indignación frente a cada mercader moderno de indulgencias. No debemos tener paciencia con la gente que intenta poner precio a la bendición de Dios. Y debemos aprender a canalizar esa hostilidad justa de manera que proteja al pueblo de Dios, desarme al enemigo y honre al Señor.
En el próximo blog, concluiremos esta serie considerando cómo debería verse esa respuesta en la vida práctica de la iglesia en la actualidad.