¿Ha visto alguna vez la Basílica de San Pedro en Roma? Ya sea que la vea en persona o en fotos, es espectacular. Desde la inmensa plaza rodeada de altas columnas, hasta la gigantesca cúpula que domina el paisaje de Roma, es algo inolvidable. Quienes entran contemplan vastos pasillos de mármol bordeados de obras de arte de valor incalculable, como la Piedad de Miguel Ángel.
Incluso el observador casual puede darse cuenta de que no se reparó en gastos cuando el Papa León X se dispuso a reconstruir la catedral en el siglo XVI. Quinientos años después, sigue siendo un monumento de grandiosidad arquitectónica y suntuosa belleza.
Pero bajo el atractivo exterior de su construcción se esconde la cruda verdad de su financiación. La elegancia de la Catedral de San Pedro se convierte rápidamente en una monstruosidad cuando uno se da cuenta de que su extrema opulencia se financió principalmente mediante la extorsión de los sufridos campesinos europeos.
El Papa León X utilizó la venta de indulgencias como medio principal para financiar sus enormes proyectos de construcción en Roma. León X envió representantes por todo su dominio para extorsionar a las masas a través de la venta de indulgencias.
Para entender qué son las indulgencias, debemos salir de las enseñanzas de las Escrituras y familiarizarnos con los dogmas católicos del purgatorio, la penitencia y el tesoro de méritos.
El purgatorio
Los católicos creen que hay un lugar entre el cielo y el infierno llamado purgatorio. Según el Catecismo de la Iglesia Católica:
“Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo”[1]Catecismo de la Iglesia Católica, párrafo 1030..
El catolicismo romano niega la clara enseñanza bíblica de que el juicio final viene después de la muerte (He. 9:27), cuando los redimidos heredan la vida eterna (Ap. 21:27), y los no redimidos heredan la condenación eterna (Ap. 20:15). La creencia en el purgatorio niega implícitamente la enseñanza de Pablo de que: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Ro. 8:1). De hecho, el catolicismo condena a cualquiera que niegue su doctrina del purgatorio:
“Si alguno dijere, que recibida la gracia de la justificación, de tal modo se le perdona a todo pecador arrepentido la culpa, y se le borra el reato de la pena eterna, que no le queda reato de pena alguna temporal que pagar, o en este siglo, o en el futuro en el purgatorio, antes que se le pueda franquear la entrada en el reino de los cielos; sea (anatema) excomulgado”[2]Concilio de Trento, Sesión VI La Justificación, capitulo XXX..
Incluso para el católico serio, que ya ha trabajado duro para alcanzar la salvación, el purgatorio sigue siendo un temor inevitable. El único misterio a este lado del velo de la muerte es cuánto castigo espera y cuánto tiempo pasará antes de que uno alcance “la santidad necesaria para entrar en el gozo del cielo”.
En la Iglesia medieval, se pensaba que las penas del purgatorio eran mucho más largas que la duración de nuestra vida terrenal. Comprensiblemente, esto causaba mucha ansiedad entre los miembros de la Iglesia. Incluso los feligreses más pobres estaban dispuestos a vaciar sus bolsillos si se les ofrecía una reducción de la condena o la posibilidad de librarse por completo, especialmente si podían eludir los agotadores actos de penitencia.
La penitencia
La creencia católica en la penitencia es una distorsión de la doctrina bíblica del arrepentimiento. Mientras que el arrepentimiento se refiere a un nuevo odio por el pecado y el profundo deseo de alejarse de él (Sal. 51:12,17; Hch. 26:18; 1 Ts. 1:9). La penitencia es un proceso por el cual el pecador paga satisfactoriamente por sus propios pecados. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma:
“… La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó. Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe ‘satisfacer’ de manera apropiada o ‘expiar’ sus pecados. Esta satisfacción se llama también ‘penitencia’”[3]Catecismo de la Iglesia Católica, párrafo 1459..
La satisfacción de los pecados implicaba a menudo la recitación de ciertas oraciones, donaciones a la iglesia y otras buenas obras. Los actos de penitencia más extremos exigían abstenerse de cosas e incluso, autolesionarse. La flagelación brutal y la privación de alimento no eran infrecuentes, sobre todo para los culpables de pecados atroces o para los torturados por una conciencia sensible.
Antes de su conversión, Martín Lutero experimentó un enorme sufrimiento a través de esos actos de penitencia. Él estaba muy consciente de su propia depravación y por lo tanto, se sometió voluntariamente a los más rigurosos actos penitenciales. James Kittelson los describe con vívidos detalles:
“Largos periodos sin comer ni beber, noches sin dormir, un frío que calaba los huesos sin abrigo ni manta para calentarse —y la autoflagelación— eran habituales e incluso esperados en la vida de los monjes serios… [Lutero] no se limitaba a hacer oraciones, ayunos, privaciones y mortificaciones de la carne, sino que las llevaba a cabo con seriedad… Incluso es posible que las enfermedades que tanto le preocuparon en sus últimos años se desarrollaran como resultado de su estricta negación de sus propias necesidades corporales”[4]James M. Kittelson, Luther the Reformer, Fortress Press ed. (Minneapolis, MN: Fortress Press, 2003), 55..
Para muchos, las formas más extremas de penitencia eran incluso más desagradables que el tiempo pasado en el purgatorio. Ambas falsas doctrinas ponían una carga increíble para los miembros de la Iglesia Católica. No había esperanza de indulto, ni en esta vida ni en la otra.
El tesoro de méritos
Esa ausencia de esperanza creó un mercado que la Iglesia Católica Romana podía explotar. Para ello, instituyeron lo que se llegó a conocer como el tesoro de méritos, un fondo celestial al que los católicos podían recurrir para reducir su sufrimiento futuro, o tal vez, escapar del purgatorio. Compuesto por el exceso de justicia logrado por Cristo, su madre María y todos los santos, los católicos podían recurrir al tesoro del mérito —si ofrecían el precio adecuado.
Según el dogma católico:
“El tesoro de la Iglesia… es el valor infinito e inagotable que tienen ante Dios las expiaciones y los méritos de Cristo nuestro Señor, ofrecidos para que la humanidad quedara libre del pecado y llegase a la comunión con el Padre… Tienen ante Dios las oraciones y las buenas obras de la Bienaventurada Virgen María y de todos los santos que se santificaron por la gracia de Cristo, siguiendo sus pasos, y realizaron una obra agradable al Padre…”[5]Catecismo de la Iglesia Católica, párrafo 1476–1477..
Las indulgencias se vendían como una forma de acceder al tesoro del mérito. La naturaleza inagotable de ese depósito equivalía a un flujo de ingresos convenientemente ilimitado para las finanzas de Roma.
La venta de indulgencias
El Papa León X llamó a un monje llamado Johann Tetzel para dirigir la venta de indulgencias en Alemania. Tetzel era un vendedor magistral —el precursor espiritual de los charlatanes que hoy dominan la televisión cristiana. Puede que también fuera el pionero de los anuncios de publicidad atractivos. Su discurso de venta era ciertamente eficaz: “En cuanto la moneda en el cofre suena, el alma del purgatorio vuela”.
La escena era imponente. Tetzel predicaba bajo el estandarte del Papa y el aura santurrona de la Iglesia. Era extorsión y manipulación emocional del nivel más alto. Era un negocio rápido y sucio. El dinero fluía libremente y las transacciones se cerraban con rapidez. El equipo de Tetzel se desplazaba rápidamente de una ciudad a otra, amasando una enorme fortuna en el camino.
Detrás de Tetzel había largo rastro de campesinos alemanes con los bolsillos vacíos. Pero delante de él, había un monje muy enfadado que estaba a punto de poner fin al chantaje obsceno de Tetzel.