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¿Alguna vez lo han llamado legalista? ¿O quizás usted ha definido así a otra persona? Es una palabra que se utiliza con una frecuencia alarmante en los círculos religiosos, siempre como peyorativa. Pero, ¿hasta qué punto entendemos realmente el legalismo? Una acusación tan fuerte no debería usarse de forma imprudente o ignorante.
En los próximos días, examinaremos tres corrientes principales de legalismo y lo que las Escrituras tienen que decir al respecto. Van desde peligroso hasta condenable, pero no todas son obvias. Usted puede ser propenso a caer en una de estas más fácilmente de lo que piensa.
Del mismo modo, usted podría utilizar el término de manera equivocada, acusando y cuestionando a personas que no han hecho nada malo. De cualquier manera, el legalismo -el verdadero legalismo- es un tema que exige nuestra atención. Hoy consideraremos la corriente más familiar y herética del legalismo: la justicia por obras.
Las Escrituras son muy explícitas en cuanto a la relación entre nuestras buenas obras y nuestra salvación: no existe. Tenemos una posición correcta y legal ante Dios por gracia, por medio de la fe en Cristo, independientemente de cualquier obra humana meritoria (Efesios 2:8-9). Pero el legalismo justiciero de las obras ataca directamente esa doctrina fundamental del evangelio.
La Justicia Propia
El legalista que se justifica a sí mismo o que se justifica por las obras, piensa que la salvación depende enteramente de su capacidad para cumplir con los requisitos legales de Dios para estar bien con Él. Insiste en que las buenas obras son la única causa de la justificación ante Dios, o bien contribuyen a ella.
Esa teología fue central en el sistema falso religioso ideado por los fariseos. En realidad, ellos creían que podían cumplir con todos los requisitos de la ley mosaica si se esforzaban lo suficiente. Muchos de ellos se enorgullecían de sus esfuerzos dedicados a la justicia propia.
Jesús describió con precisión sus falsas creencias en una de sus parábolas, recitando una típica oración farisaica: “Dios, te doy gracias, porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aún como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano" (Lucas 18:11-12). Ese tipo de justicia propia estaba implícita en muchos de los encuentros de Cristo con los fariseos. Es por esta razón que no podían entender cómo Jesús se juntaba con pecadores (Mateo 9:11).
Su obsesión por ganarse la salvación quedó al descubierto cuando uno de sus abogados preguntó a Jesús: "Maestro, ¿qué haré para heredar la vida eterna?". (Lucas 10:25). Y Cristo respondió diciéndole exactamente lo que tenía que hacer si quería ganarse la vida eterna con sus propios esfuerzos: "Haz esto [guardar toda la Ley de Dios] y vivirás" (Lucas 10:28). John MacArthur explica lo que Cristo estaba señalando:
“Por supuesto, Jesús no estaba afirmando que en determinado lugar hubiera algunas personas que se pudieran salvar guardando la ley. Por el contrario, estaba señalando la absoluta imposibilidad de hacerlo, ya que la ley exige lo imposible: obediencia perfecta y total (Santiago 2:10), y promete muerte física, espiritual y eterna a quienes la desobedecen (Ezequiel 18:4, 20; Romanos 6:23). Tales realidades ponen a los pecadores en una posición sin esperanza. Se les exige guardar perfectamente la ley, pero no pueden hacerlo; y, en consecuencia, enfrentan la muerte. La única salida a ese aterrador dilema es reconocer el pecado personal (Salmos 32:5; Proverbios 28:13; 1 Juan 1:9), clamar por misericordia (Lucas 18:13), y, solo por medio de la fe (Juan 3:16, 36; 5:24; Hechos 15:9; Romanos 3:20-30; 4:5; 5:1; Gálatas 2:16; Efesios 2:8-9; Filipenses 3:9; 1 Pedro 1:9), aferrarse al Señor Jesucristo como el Salvador y único sacrificio por el pecado (Efesios 5:2; Hechos 9:24-28; 10:12)”[1]John MacArthur, Comentario MacArthur del Nuevo Testamento: Lucas (Grand Rapids: Portavoz, 2016), 651..
Trágicamente, el abogado farisaico no se dio cuenta de que en realidad estaba hablando con Aquel cuya misión era cumplir la ley de Dios en favor de los pecadores (Mateo 5:17; 2 Corintios 5:21).
Gracia más Obras
La resurrección y la ascensión de Cristo no acabaron con el legalismo judío. Por el contrario, fue reinventado para infiltrarse en la iglesia primitiva. En lugar de ofrecer otro evangelio basado únicamente en la justicia de las obras, una nueva ola de legalistas sostenía que el evangelio cristiano debía complementarse con obras añadidas.
Esa fue la herejía que Pablo combatió en su epístola a los Gálatas. Allí en la iglesia se habían infiltrado personas celosas de la ley mosaica. En lugar de negar el evangelio de la gracia separado de las obras de la ley, estos judaizantes querían mezclar ciertos requisitos legales mosaicos –especialmente, la circuncisión- con el llamado a la fe salvadora en Jesucristo (Gálatas 3:3; 4:9).
Vale la pena señalar que la guerra de Pablo no era contra la circuncisión como tal, sino más bien en contra de su uso como medio complementario de justificación.
De hecho, Pablo enfatizó que añadir algo a la obra consumada de Cristo en definitiva negaba Su obra consumada:
“He aquí, yo Pablo os digo que si os circuncidáis, de nada os aprovechará Cristo… Todo hombre que se circuncida… está obligado a guardar toda la ley. De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído” (Gálatas 5:2-4).
En resumen, las obras humanas no se mezclan con la obra consumada de Cristo para lograr la salvación. No es un trabajo en equipo. Si no cumplimos a la perfección con toda la ley mosaica, ni usted ni yo podemos contribuir a nuestra posición justa con Dios.
El Catolicismo Romano y la Herejía de Galacia
Abundan los paralelismos modernos con la situación de Galacia. El catolicismo romano se parece mucho a la herejía de los judaizantes. Las obras en las que insisten pueden ser diferentes (tal como lo es su definición de gracia) pero la ecuación condenable es exactamente la misma: gracia más obras es igual a salvación:
“Si alguno dijere, que el pecador se justifica con sola la fe, entendiendo que no se requiere otra cosa alguna que coopere a conseguir la gracia de la justificación; y que de ningún modo es necesario que se prepare y disponga con el movimiento de su voluntad, sea anatema”[2]Concilio de Trento, Canon IX..
Se oponen a la justificación sólo por fe, condenando a cualquiera que diga que “no se requiere nada más” que la misma. Su sistema religioso exige obras adicionales de justicia, realizadas por el creyente, que contribuyen a su justificación:
“Si alguno dijere, que la justicia recibida no se conserva, ni tampoco se aumenta ante Dios, por medio de buenas obras; sino que estas son únicamente frutos y señales de la justificación recibida, pero no la causa de que se aumente; sea anatema”[3]Concilio de Trento, Canon XXIV..
El catolicismo romano es hostil a cualquier soteriología (doctrina de la salvación) en la que no se requieran buenas obras. Y su legalismo continúa sin cesar hasta nuestros días. Puede que el Concilio de Trento tenga más de 500 años, pero sigue siendo vigente para todos los católicos. Su doctrina resalta lo absurdo de toda y cada una de las propuestas ecuménicas hacia ellos. Las líneas de batalla que los Reformadores trazaron con Roma sobre el evangelio no se han movido en medio milenio.
De hecho, el error de Roma fue abordado hace más de dos mil años cuando Pablo regresó a la iglesia en Jerusalén después de su primer viaje misionero. Trajo noticias de muchos gentiles convertidos a Cristo. Ese anuncio desencadenó un acalorado debate entre los primeros discípulos -que eran judíos- acerca de qué leyes mosaicas, si las había, debían aplicarse a los nuevos creyentes gentiles. Hechos 15:1-29, está dedicado exclusivamente a este tema. Cualquier persona que crea en añadir alguna obra al evangelio, debe poner atención al consejo de Pedro en esa reunión:
“Ahora, pues, ¿por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos” (Hechos 15:10-11).
El yugo al que se refería Pedro eran las justas exigencias de la ley de Dios y el continuo fracaso de Israel a lo largo de su historia en cumplirlas.
¿Cuál es el Propósito de la Ley de Dios?
Todos los legalistas mencionados anteriormente tienen dos puntos en común: No entendían el propósito de la ley de Dios y no eran conscientes de la gravedad del pecado.
Elegir cualquier camino de justicia por obras es someterse a sí mismo a todo el alcance y las exigencias de los requisitos legales de Dios (Gálatas 5:2-4). Todo el que falla en cumplir la ley en todos sus puntos está bajo maldición (Gálatas 3:10-12). El juicio de Cristo sobre los fariseos es válido para todos los que se adhieren a cualquier forma del legalismo de justicia por obras: “En vuestro pecado moriréis; a donde yo voy, vosotros no podéis venir” (Juan 8:21).
¿Qué debemos pensar entonces de los mandamientos de Dios? ¿Se dio la ley con la esperanza de que fuera una opción viable mediante la cual los hombres pudieran cumplir sus requisitos y alcanzar la vida eterna? ¿Era la ley algo malo porque nadie podía cumplirla? Pablo respondió a estas preguntas con un rotundo "no".
“¿Qué diremos, pues? ¿La ley es pecado? En ninguna manera. Pero yo no conocí el pecado, sino por la ley; porque tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: No codiciarás” (Romanos 7:7). La ley de Dios desempeña el papel vital de exponer nuestra culpabilidad. Eso, a su vez, nos señala nuestra desesperada necesidad de un Salvador (Gálatas 3:19). Pablo la llama “nuestro ayo, para llevarnos a Cristo, a fin de que fuésemos justificados por la fe” (Gálatas 3:24).
El legalismo de justicia por obras es antitético a eso. En lugar de exponer su culpa, los legalistas creen que la ley afirma su justicia propia. Ese es un camino a la destrucción eterna que debemos evitar a toda costa.