¿Hasta dónde llega su límite de tolerancia teológica?
Como cristiano, ¿cuánta ofensa al carácter de Dios o a Su evangelio puede tolerar antes de que su indignación justa reaccione? Y cuando se alcanza ese umbral, ¿es capaz de canalizar esa pasión de una manera que honre a Dios y promueva Su evangelio?
Comenzamos esta serie examinando uno de los incidentes más explosivos de indignación justa en la historia de la Iglesia. Ocurrió hace más quinientos años, desencadenando lo que hoy conocemos como la Reforma Protestante.
Cuando la Iglesia Católica Romana llenó sus cofres con la venta de indulgencias —con promesas falsas sobre el favor de Dios y la vida eterna— ellos cruzaron el límite de la tolerancia teológica de Martín Lutero. Le pedimos al pastor John MacArthur que describiera la situación que provocó las noventa y cinco tesis, y por qué esos acontecimientos causaron una respuesta tan hostil por parte de Lutero, y él nos comentó:
“Al igual que otros, Lutero estaba enfurecido por el hecho de que la Iglesia Católica estaba vendiendo el perdón de Dios. Esto es una corrupción extrema, y por supuesto, la reforma combatió y atacó eso, esto había estado sucediendo incluso un siglo antes. Pero cuando pensamos en esto hoy, la Iglesia Católica Romana no es tan atrevida como para vender indulgencias de la manera que una vez lo hicieron, sin embargo, todavía toman dinero de la gente, bajo la premisa de que pueden comprar su perdón mediante sus donaciones a la iglesia, mediante sus buenas obras, y esto es, por supuesto, un evangelio corrupto”.
El punto final del pastor John es el más importante —cualquier intento de interceder humanamente por el perdón de Dios es, en última instancia, un ataque directo al evangelio mismo.
Después de todo, la mayor bendición de Dios para nosotros —la salvación mediante el sacrificio de Su Hijo— llegó a nosotros a un costo infinito para Él. Sin embargo, en Su bondad y gracia, Él da libremente ese regalo a todos los que vienen a Él en arrepentimiento y fe. Cristo ha hecho esto al pagar por completo la enorme deuda contraída por nuestros múltiples pecados. Además, Él acredita libremente Su propia justicia perfecta al creyente (2 Co. 5:21).
¿Cómo se atreve alguien a insultar la gracia de Dios pensando que nuestro insignificante poder adquisitivo —mediante el esfuerzo humano o la inversión financiera— puede compararse con el precio infinito que Él ya ha pagado por nosotros? Es el mayor insulto a la gracia divina y una perversión repugnante del glorioso evangelio. Es por eso que el apóstol Pablo condenó a todo aquel que se atreviera a alterar o añadir algo al evangelio puro de Dios (Gá. 1:8–9).
Es blasfemo y absurdo creer que el favor de Dios puede ser comprado o vendido humanamente. El apóstol Pedro lo dejó muy claro cuando se encontró con un hechicero llamado Simón:
“Cuando vio Simón que por la imposición de las manos de los apóstoles se daba el Espíritu Santo, les ofreció dinero, diciendo: Dadme también a mí este poder, para que cualquiera a quien yo impusiere las manos reciba el Espíritu Santo. Entonces Pedro le dijo: Tu dinero perezca contigo, porque has pensado que el don de Dios se obtiene con dinero” (Hch. 8:18–20).
Los apóstoles se negaron a comercializar las bendiciones de Dios, ni permitieron que nadie pensara siquiera en comprarlas. Como hemos visto a lo largo de esta serie, Cristo, los apóstoles y Martín Lutero, han dejado a todos los cristianos un modelo que debemos imitar por el bien de la gloria de Dios y de Su evangelio.
Trágicamente, hoy en día, muchas voces cristianas influyentes abogan u operan de una manera que permite la coexistencia pacífica con los mercaderes de indulgencias de nuestros días. Su ausencia total de celo no se parece en nada a los Reformadores, los apóstoles o el Señor mismo. O carecen de indignación contra la blasfemia, o carecen de pasión por el evangelio. En cualquier caso, no cumplen con su deber bíblico de “exhortar con sana enseñanza y convencer a los que contradicen” (Tit. 1:9).
Nadie ama más a los pacifistas espirituales de nuestros días que los terroristas espirituales. No podemos hacer la vista gorda pasivamente ante cualquiera que piense que la gracia de Dios es un producto que se puede comprar o vender en el mercado religioso. Y aunque, como cristianos, no estamos llamados a la retribución física, a la retórica rencorosa ni a las discusiones acaloradas por redes sociales, sí somos llamados a denunciar “las obras infructuosas de las tinieblas” (Ef. 5:11) y advertir a quienes están en peligro (Ez. 3:17–21; Hch. 20:31; 1 Ts. 5:14; Jud. 22–23).
Debemos mantener una postura de fidelidad a la exclusividad de la verdad bíblica y a la exclusividad de la compra de nuestra redención por parte de Cristo. Tenemos el deber cristiano de reprender a los extorsionadores y advertir a quienes están siendo extorsionados en nombre de Dios. El silencio no era una opción para Martín Lutero ni debería serlo para nosotros.