El verdadero cristiano nunca debe dar por sentado el relato del nacimiento de Cristo. Incluso cuando se vuelve a leer desde la perspectiva humana, la narración de la venida de Cristo a este mundo debería permanecer siempre fresca, fascinante y asombrosa en la mente del creyente. En esta encontramos la sorprendente aparición del ángel Gabriel a María para anunciarle que daría a luz al Hijo de Dios. Está la intrigante interacción entre María y Elizabeth (con una respuesta inspirada por el Espíritu del aún no nacido Juan el Bautista) cuando María buscó confirmar lo que Gabriel le había anunciado. También está el relato sin precedentes de la aparición nocturna de los ángeles a los pastores justo después del nacimiento de Jesús. Y, por último, están las variadas y profundas respuestas al significado del nacimiento de Cristo, desde la misión divinamente dirigida de los sabios del oriente, hasta el pronunciamiento de Simeón —lleno del Espíritu— en el Templo.
Pero todos esos acontecimientos, por muy edificantes que sean, proceden únicamente de los testigos oculares humanos. Hay otro punto de vista absolutamente esencial del nacimiento de Cristo que no debemos omitir: la perspectiva de Dios. Y esa perspectiva se encuentra en las epístolas del Nuevo Testamento. Los escritores inspirados de esas cartas relatan el nacimiento y la vida de Cristo desde la perspectiva de Dios. Van más allá de la perspectiva humana del niño en el pesebre, a la perspectiva divina de Su persona y de Sus obras.
La encarnación en las Epístolas
Por ejemplo, Romanos 1, afirma que Jesús es a la vez Hijo de David e Hijo de Dios. Gálatas 4:4, dice que, en el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y sujeto a la ley. Efesios 3, introduce el concepto del misterio de Cristo, que Dios ha revelado ahora la verdad de Su Hijo en carne humana a los judíos y a los gentiles (cp. 1 Timoteo 3:16). Filipenses 2, nos enseña que la segunda persona de la Trinidad —el eterno Hijo de Dios— asumió la forma humana para morir en la cruz. En Colosenses 2, se afirma de forma contundente y profunda que la plenitud de la Deidad habitó corporalmente en Jesucristo. Pero hay otro pasaje culminante entre los que proporcionan una visión divina de la persona de Jesucristo, y es Hebreos 1. Necesitamos entender este pasaje si queremos tener una comprensión completa del significado de la venida de Jesucristo al mundo.
La última palabra de Dios revelada
La carta a los Hebreos, escrita alrededor del año 67-69 d.C. por un autor no identificado, se dirigía obviamente a los judíos, en su mayoría verdaderos creyentes en Jesús. Su propósito era mostrarles que Jesucristo es de hecho el cumplimiento de todas las promesas mesiánicas del Antiguo Testamento, y que Él es superior a todas las imágenes, tipos, representaciones y sombras que le precedieron. La epístola se escribió para asegurar a los judíos creyentes que su fe estaba bien asentada, y para animar a los judíos incrédulos a que se comprometieran con Jesús. Muchos en la comunidad estaban intelectualmente convencidos de que Jesús era el Mesías y Dios, pero todavía no habían creído personalmente ni lo habían confesado públicamente como Señor. No querían ser alienados como lo habían sido sus amigos conversos: algunos de los cuales habían sido expulsados de la sinagoga, rechazados por sus familias o forzados a dejar sus trabajos.
En vista de esos temores e incertidumbres, el escritor de Hebreos quería animar a los judíos a que, en realidad, no perdían nada por abrazar a Jesús y confesarlo como Señor. Todo lo que hubieran tenido que sacrificar en esta vida no era nada comparado con todo lo que ganarían en la expiación total de sus pecados y el acceso completo a la presencia misma de Dios para siempre. Así, el escritor afirma que el niño nacido en Belén es el Mesías y que Él es realmente el Señor del Nuevo Pacto, que es muy superior al Antiguo Pacto de Moisés.
Hebreos 1:1–3 nos introduce directamente al propósito de la epístola:
“Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo; el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas”.
He aquí una vez más, en unos pocos versículos, una descripción perspicaz y divina de quién es realmente el niño nacido en Belén. Es probablemente la declaración resumida más concisa y completa del Nuevo Testamento sobre la superioridad de Cristo. Y el escritor incluye tres características clave en la composición de su declaración clásica: la preparación previa a Cristo, la presentación de Cristo y la preeminencia de Cristo. Exploraremos estas tres características en los próximos blogs, al examinar la perspectiva divina sobre la persona y la obra de Cristo.
(Adaptado y traducido de God in the Manger)