by
Gran parte de la discusión moderna sobre el Espíritu Santo se centra en Sus ministerios presuntamente milagrosos y reveladores. Pero a pesar de lo que la iglesia carismática nos quiere hacer creer, el Espíritu no está revelando nuevas verdades y profecías al pueblo de Dios en la actualidad. Él tampoco está manifestando un poder milagroso según el capricho de los televangelistas curanderos y predicadores de la prosperidad.
Por el contrario, la obra del Espíritu Santo siempre se centra en la Palabra de Dios. En los últimos días nos hemos centrado en Su papel en la inspiración de las Escrituras. Pero Su obra no terminó con el cierre del canon bíblico —hoy Él obra a través de Su Palabra en las vidas de Su pueblo.
El Espíritu ilumina
La revelación divina sería inútil para nosotros si fuéramos incapaces de comprenderla. Por esto el Espíritu Santo ilumina las mentes de los creyentes, de modo que sean capaces de comprender las verdades de las Escrituras y someterse a sus enseñanzas. El apóstol Pablo explicó el ministerio de iluminación del Espíritu en 1 Corintios 2:14–16. El escribió:
“Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente. En cambio, el espiritual juzga todas las cosas; pero él no es juzgado de nadie. Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá? Mas nosotros tenemos la mente de Cristo”.
Mediante la iluminación de la Palabra, el Espíritu Santo permite a los creyentes discernir la verdad divina (cp. Sal. 119:18) —realidades espirituales que los inconversos son incapaces de comprender verdaderamente.
La triste realidad es que resulta posible estar familiarizado con la Biblia y, aun así no entenderla. Los líderes religiosos del tiempo de Jesús eran estudiosos del Antiguo Testamento, pero dejaron de captar por completo el propósito de las Escrituras (Jn. 5:37–39). Cristo le preguntó a Nicodemo, dejando al descubierto su ignorancia acerca de lo principios básicos del evangelio: “¿Eres tú maestro de Israel, y no sabes esto?” (Jn. 3:10).
Desprovistos del Espíritu Santo, los incrédulos operan solo en el reino del hombre natural. Para ellos, la sabiduría de Dios parece una tontería. Incluso después que Jesús resucitó de entre los muertos, los fariseos y los saduceos todavía se negaron a creer (Mt. 28:12–15). Esteban se enfrentó a ellos con estas palabras: “¡Duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo; como vuestros padres, así también vosotros” (Hch. 7:51; cp. He. 10:29).
La verdad es que ningún pecador puede creer y aceptar las Escrituras sin la capacitación divina del Espíritu Santo. Como observó Martín Lutero:
“En las cosas espirituales y divinas, que pertenecen a la salvación del alma, el hombre es como una estatua de sal, como la mujer de Lot, sí, como un tronco y una piedra, como una estatua sin vida, que no usa ni los ojos ni la boca, ni el sentido ni el corazón… Toda enseñanza y predicación no significan nada para él, hasta que es iluminado, convertido y regenerado por el Espíritu Santo”[1]Martin Lutero, citado en The Solid Declaration of the Formula of Concord, pp. 2:20–22. Citado de Triglot Concordia: The Symbolical Books of the Evangelical Lutheran Church: German-Latin-English (St. Louis: Concordia, 1921).
Hasta que el Espíritu Santo intervenga en el corazón del no creyente, el pecador seguirá rechazando la verdad del evangelio. Cualquiera puede memorizar hechos, escuchar sermones y obtener un cierto nivel de comprensión intelectual sobre los puntos básicos de la doctrina bíblica. No obstante, si carece del poder del Espíritu, la Palabra de Dios nunca penetrará en el alma pecadora.
Por el contrario, los creyentes han sido vivificados por el Espíritu de Dios, que ahora mora en ellos. De modo que los cristianos tienen un Maestro de la verdad residente que ilumina su comprensión de la Palabra, lo que les permite conocer y someterse a la verdad de las Escrituras (cp. 1 Jn. 2:27). Aunque la obra de inspiración del Espíritu se aplicó solo a los autores humanos de las Escrituras, su ministerio de iluminación es para todos los creyentes. La inspiración nos ha dado el mensaje inscrito en las páginas de las Escrituras. La iluminación inscribe ese mensaje en nuestros corazones, permitiéndonos entender lo que significa cuando confiamos en que el Espíritu de Dios haga brillar la luz de la verdad intensamente en nuestra mente (cp. 2 Co. 4:6).
Tal como Charles Spurgeon explicó: “Si usted no entiende un libro de un escritor desaparecido, no puede preguntarle su significado, pero el Espíritu que inspiró las Sagradas Escrituras vive para siempre, y se deleita en abrirles la Palabra a los que buscan Su instrucción”[2]Charles Spurgeon, Commenting and Commentaries (Londres: Sheldon and Company, 1876), pp. 58–59.. Es un glorioso ministerio del Espíritu Santo que Él abra las mentes de sus santos para que comprendan las Escrituras (cp. Lc. 24:45), de modo que podamos conocer y obedecer Su Palabra.
Por supuesto, la doctrina de la iluminación no significa que los creyentes pueden develar todos los secretos teológicos (Dt. 29:29) o que no necesitamos maestros piadosos (Ef. 4:11–12). Tampoco nos impide que nos disciplinemos para el propósito de la piedad (1 Ti. 4.8) o que llevemos a cabo el arduo trabajo del estudio cuidadoso de la Biblia (2 Ti. 2:15). Sin embargo, podemos acercarnos a nuestro estudio de la Palabra de Dios con alegría y entusiasmo, sabiendo que a medida que investiguemos las Escrituras con espíritu de oración y diligencia, el Espíritu Santo iluminará nuestros corazones para comprender, aceptar y aplicar las verdades que estamos estudiando.
A través de Su ministerio de inspiración, el Espíritu Santo nos ha dado la Palabra de Dios. Mediante Su ministerio de iluminación, nos ha abierto los ojos para comprender y someternos a la verdad bíblica. No obstante, Él no se detiene allí.
El Espíritu capacita
En perfecta armonía con Su ministerio de iluminación, el Espíritu Santo da poder a Su Palabra para que produzca convicción en los corazones de los no creyentes y santifique los corazones de los redimidos.
En el evangelismo, el Espíritu Santo da energía a la proclamación del evangelio bíblico (1 P. 1:12), usando la predicación de Su Palabra para penetrar el corazón y traer convicción al pecador (cp. Ro. 10:14). Como Pablo les dijo a los tesalonicenses: “Pues nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre” (1 Ts. 1:5). En otra parte, Pablo explicó a los creyentes de Corinto: “Y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (1 Co. 2:4–5). Si el Espíritu no le diera poder a la proclamación de Su Palabra, nadie podría responder con fe salvadora. Charles Spurgeon ilustra vívidamente este asunto con estas palabras:
“A menos que el Espíritu Santo bendiga la Palabra, nosotros que predicamos el evangelio somos de todos los hombres los más dignos de lástima, porque hemos intentado una tarea que es imposible. Hemos entrado en un ámbito en el que solo lo sobrenatural funciona. Si el Espíritu Santo no renueva los corazones de nuestros oyentes, nosotros no podemos hacerlo. Si el Espíritu Santo no los regenera, nosotros no podemos. Si Él no envía la verdad a morar en sus almas, sería como si habláramos al oído de un cadáver”[3]Charles Spurgeon, “Our Omnipotent Leader”, sermón no. 2465 (predicado 17 mayo 1896), http://www.ccel.org/ccel/spurgeon/sermons42.xx.html.
El Espíritu Santo es la fuerza omnipotente detrás de la promesa del Señor en Isaías 55:11: “Así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié”. Sin Su capacitación divina, la predicación del evangelio sería nada más que letra muerta cayendo en corazones muertos. Sin embargo, mediante el poder del Espíritu, la Palabra de Dios es “viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (He. 4:12).
Sin el Espíritu Santo, el sermón más elocuente no es más que pura palabrería, ruido vacío y oratoria sin vida, pero cuando va acompañado del Espíritu omnipotente de Dios, el más simple mensaje de las Escrituras penetra a través de los corazones endurecidos por la incredulidad y transforma vidas.
El apóstol Pablo describe igualmente la Palabra de Dios como “la espada del Espíritu” en Efesios 6:17. En ese contexto, las Escrituras se representan como un arma poderosa del Espíritu que los creyentes deben utilizar en su lucha contra el pecado y la tentación (cp. Mt. 4:4, 7, 10). La Palabra de Dios no es solo el medio divinamente potenciado por el cual los pecadores son regenerados (cp. Ef. 5:26; Tit. 3:5; Stg. 1:18), sino que también es el medio por el cual los creyentes resisten el pecado y crecen en santidad. Cuando Jesús oró en Juan 17:17, le habló a Su Padre de los que habrían de creer en Él: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad”. En 2 Timoteo 3:16–17, Pablo explicó que las Escrituras inspiradas son suficientes para preparar por completo a los creyentes a fin de que alcancen la madurez espiritual.
En 1 Pedro 2:1–3, Pedro hizo una observación similar:
“Desechando, pues, toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias, y todas las detracciones, desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación, si es que habéis gustado la benignidad del Señor”.
Los que han probado la gracia de Dios en la redención continúan creciendo en santidad mediante la interiorización de Su Palabra. Los verdaderos creyentes son reconocidos por un apetito de las Escrituras, deleitándose en la Palabra de Dios con la misma intensidad que un niño anhela la leche (cp. Job 23:12; Sal. 119). Y en todo esto, estamos siendo conformados a la imagen de Cristo, un ministerio que el Espíritu lleva a cabo mediante la exposición de nuestro corazón a la revelación bíblica acerca del Salvador (2 Co. 3:18). Él hace posible que “la palabra de Cristo more en abundancia en vosotros” (Col. 3:16), una frase que es paralela al mandato paulino de “sed llenos del Espíritu” (Ef. 5:18), para que el fruto de una vida transformada se vea en la forma en que expresamos nuestro amor a Dios y los demás (cp. Ef. 5:19–6:9; Col. 3:17–4:1).
La Biblia es un libro vivo porque el Espíritu vivo de Dios le da energía y poder. La Palabra nos convence, nos instruye, nos equipa, nos fortalece, nos protege y nos permite crecer. O más exactamente, el Espíritu Santo hace todas esas cosas cuando activa la verdad de las Escrituras en nuestros corazones.
Como creyentes, honramos al Espíritu cuando honramos las Escrituras, estudiándolas diligentemente, aplicándolas con cuidado, armando nuestras mentes con sus preceptos y abrazando sus enseñanzas de todo corazón. El Espíritu nos ha dado la Palabra. Nos ha abierto los ojos para que comprendamos sus inmensas riquezas. Y Él refuerza Su verdad en nuestras vidas a medida que nos conforma a la imagen de nuestro Salvador.
(Adaptado de Fuego Extraño)