Cristo encarnado reveló completamente a Dios porque, incluso en Su humanidad, Jesús es plenamente Dios. “Porque en él [Cristo] habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Col. 2:9). Las numerosas profecías y promesas del Antiguo Testamento sobre la venida del Mesías se cumplieron plenamente en la persona y la obra de Jesucristo.
Podemos ver en Cristo todo lo que necesitamos saber sobre Dios. Eso incluye toda la gama de atributos de Dios: características como la omnisciencia, el poder milagroso, la capacidad de sanar a los enfermos y resucitar a los muertos, la compasión por los pecadores y la justicia y santidad inquebrantables.
Esa culminante autorrevelación divina fue evidente para el escritor de Hebreos: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo” (He. 1:1–2). “En estos postreros días” es una frase familiar que los judíos habrían entendido en el sentido de la era mesiánica. Por tanto, en la época del Mesías, Dios dejó de hablar en fragmentos y en su lugar presentó Su revelación completa en la persona de Su Hijo. Eso, por supuesto, estableció a Jesús como superior a la revelación anterior. La revelación parcial del Antiguo Testamento procedía de profetas imperfectos; la revelación completa y perfecta del Nuevo Testamento estaba encarnada en la persona del Hijo de Dios, sin pecado. Jesucristo, como expresión plena de Su Padre, pudo decir: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn. 14:9).
Una vez que el escritor de Hebreos presenta a Jesús como el Hijo de Dios, inmediatamente nos da un resumen séptuple de la preeminencia de Jesucristo: “A quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo; el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder” (He. 1:2–3). Este es el gran resumen y la lista definitiva de las características que realmente identifican al Niño que vino al mundo en Belén. Cualquiera que confiese verdaderamente a Jesús como Señor y Salvador afirma la verdad de cada uno de esos elementos.
El heredero de todas las cosas
El primer aspecto de la preeminencia de Jesucristo se refiere a Su herencia: “A quien constituyó heredero de todo”. Esa es una declaración incondicional que afirma que Dios ha planeado para Jesús en última instancia heredar absolutamente todo. Se adhiere a las leyes de herencia judías que decían que el primogénito recibía la riqueza del patrimonio familiar.
Debemos tener cuidado al pensar en Cristo como el primogénito de Dios (o como Colosenses 1:15 se refiere a Él: “Él primogénito de toda creación”). La palabra griega para “primogénito” puede referirse a alguien que nació primero cronológicamente, pero la mayoría de las veces se refiere a la preeminencia en posición o rango. Las Escrituras dejan claro que Cristo es eterno y sin principio (cp. Jn. 1:1–3). Así pues, Jesús es el primogénito en el sentido de que posee el derecho de herencia sobre toda la creación como “heredero de todas las cosas”. Cristo es el heredero de todo lo que Dios tiene. El salmista articula proféticamente esta misma realidad: “[Yo Dios] te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra” (Sal. 2:8). Todo lo creado, ya sea material o espiritual —todo lo que Dios ha creado— pertenece a Jesucristo.
Es asombroso pensar que un carpintero galileo, crucificado en una cruz a las afueras de Jerusalén, sea en realidad el heredero del universo. Cuando Jesús estaba en la tierra poseía poco o nada. Una de sus pocas posesiones era su túnica, que los soldados romanos confiscaron y se disputaron mientras estaba en la cruz. Incluso fue enterrado en una tumba prestada. Pero algún día, todo lo que existe pertenecerá a Cristo, y todos —personas, ángeles y todos los poderes del universo— se inclinarán ante Él. “Para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra” (Fil. 2:10).
El creador de todas las cosas
El escritor de Hebreos continúa diciéndonos que Cristo no solo es el destinatario último de todas las cosas, sino que es el creador de todas las cosas. La segunda preeminencia de Cristo que Hebreos 1 da es Su poder en la creación: “Por quien asimismo hizo el universo” (He.1:2). Esta afirmación concuerda perfectamente con Juan 1:3: “Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (cp. Col. 1:16; He. 11:3). Jesús lo creó todo, las partes materiales e inmateriales del universo. Y Su creación es una característica de nuestro Señor —solo superada por Su impecabilidad— que realmente lo distingue de nosotros.
La palabra griega “mundo” en Hebreos 1:2 no significa el mundo material, sino “los siglos”, como suele traducirse en otros lugares. Cristo creó no solo la tierra física, sino también el tiempo, el espacio, la energía y toda variedad de materia. Él creó y terminó sin esfuerzo el universo entero como algo bueno. Por eso la creación, estropeada por el pecado de la humanidad en la caída, anhela ser restaurada a su gloria original (Ro. 8:22), y un día Cristo creará un cielo y una tierra nueva y perfecta. Resulta asombroso pensar que el Niño del pesebre fue también el Creador del universo, y que será su Recreador.
Por asombroso que sea todo esto, el escritor de Hebreos aún no había agotado las características de la preeminencia de Cristo. En el próximo blog, estudiaremos lo que significa que Cristo sea “el resplandor de su gloria [de Dios], y la imagen misma de su sustancia” (He. 1:3).
(Adaptado y traducido de God in the Manger)