La relación de Dios con el hombre —en comparación con toda la creación— es única. Es por eso que, en cada oportunidad, la Escritura describe vívidamente la participación personal de Dios en la creación del hombre. “Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Gn. 2:7).
Aquí en Génesis 1:26, por primera vez en toda la Biblia, Dios se presenta a Sí mismo con pronombres personales. Es significativo que se trate de pronombres plurales. Él no dijo “voy a…”, sino: “Hagamos al hombre a nuestra imagen”. Esto introduce un concepto de relaciones múltiples en la deidad y es la primera evidencia inequívoca de la Trinidad. El hecho de que existen múltiples personas en la deidad, se indica en la palabra hebrea para Dios que se utiliza en veintiún de los primeros veinticinco versículos de la Escritura, porque Elohim adopta la forma de un sustantivo plural en hebreo. Además de esto, los pronombres plurales del versículo 26 hacen todavía más evidente este hecho. Aunque no constituya una revelación completa de la doctrina de la Trinidad, sí es una referencia inequívoca a la pluralidad de personas en la deidad, y es un punto de partida irrefutable para la teología trinitaria que aprendemos más adelante en el Nuevo Testamento.
También existe otra evidencia de la Trinidad en el versículo 2, donde aprendemos que “el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas”. Ahora vemos con claridad que existe una especie de comité ejecutivo divino —un concilio en la deidad.
La misma verdad se despliega con más claridad todavía en el primer capítulo del Evangelio de Juan, que al principio hace eco de Génesis 1:1: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Jn. 1:1–3). Por supuesto, esto se refiere a Jesucristo, la segunda persona de la Trinidad (cp. v. 14) —quien también estuvo con Dios en la creación y Él mismo es Dios.
Al leer estos pasajes, vemos que todos los miembros de la Trinidad estuvieron activos en la creación. El Padre supervisó y decretó cada parte de la obra. El Verbo eterno “era con Dios” y “era Dios”, así que participó de igual forma en el proceso creativo, mientras que el Espíritu se movía sobre las aguas, lo cual alude a Su intervención directa y amorosa en el proceso. Si leemos estos pronombres a la luz del Nuevo Testamento, podemos apreciar mejor la profundidad de su significado.
Este es uno entre muchos pasajes del Antiguo Testamento que indican el tipo de comunicación que existe entre los miembros de la Trinidad. Por ejemplo, en el Salmo 2:7 leemos: “Yo publicaré el decreto; Jehová me ha dicho: Mi hijo eres tú; Yo te engendré hoy”. Allí quien habla es la segunda persona de la Trinidad (el Hijo), el cual cita las palabras dichas por la primera persona de la Trinidad (el Padre). Este es el decreto eterno que define la relación intratrinitaria entre el Padre y el Hijo.
Luego en el Salmo 45:7, el Padre habla así al Hijo: “Has amado la justicia y aborrecido la maldad; por tanto, te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros”. El mismo versículo se cita en Hebreos 1:9, donde se identifica al Padre como interlocutor que declara estas palabras maravillosas a Cristo, el Hijo.
En el Salmo 110:1, el salmista escribe: “Jehová dijo a mi Señor: siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies”. Aquí de nuevo el Padre (“Jehová”) habla al hijo (“mi Señor”) y le promete el dominio eterno.
Isaías 48 incluye un pasaje todavía más asombroso. En el versículo 12 el interlocutor se identifica claramente a Sí mismo como “el primero” y “también el postrero”, que constituye una referencia a Cristo (cp. Ap. 22:13). En el versículo 16 dice: “Desde el principio no hablé en secreto; desde que eso se hizo, allí estaba yo; y ahora me envió Jehová el Señor, y su Espíritu”. Así pues, quien habla es Dios el Hijo, y Él declara sin lugar a equivocaciones que fue enviado por “Jehová el Señor, y su Espíritu”, con quienes se identifica plenamente como personas diferentes en la deidad.
Las referencias de este tipo se encuentran en todo el Antiguo Testamento. Por sí mismas no son suficientes para dar al lector típico del Antiguo Testamento un entendimiento pleno de la doctrina trinitaria, pero fueron indicios bastante obvios de lo que habría de revelarse después con claridad plena a través de la encarnación de Cristo y la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. Fueron pistas substanciales que demostraban una pluralidad en la deidad.
Aquí en Génesis 1, la expresión indica tanto comunión como consulta entre los miembros de la Trinidad. “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza” (v. 26). También alude a un acuerdo perfecto y un propósito claro. De hecho, es un paso crucial hacia el cumplimiento de una promesa hecha “desde antes del principio de los siglos” (Tit. 1:2), una promesa hecha en la eternidad entre los miembros de la Trinidad. Envuelto en esa promesa estaba todo el plan de redención de Dios. En resumen, el Padre había prometido al Hijo un pueblo redimido como esposa. Y el Hijo había prometido morir para redimirlos. Todo esto ocurrió en la eternidad pasada, antes de la creación.
“Y creó Dios al hombre” (v. 27). El hombre se convirtió en “un ser viviente” (Gn. 2:7), que en hebreo es nephesh. A semejanza de los animales, el hombre se movía, respiraba y era una forma de vida consciente. Pero ahí terminaba la similitud. Se trataba de una criatura que no se parecía a ningún otro ser creado. Las formas de vida inferiores jamás habrían podido evolucionar para convertirse en esto, y el carácter distintivo de esta criatura se refleja a perfección en el propósito para el cual Dios le creó. Consideraremos ese propósito la próxima semana.
(Adaptado de La batalla por el comienzo)