En la víspera de Su crucifixión, el Señor Jesús consoló a Sus discípulos con la promesa del Espíritu Santo. Esta promesa no estaba restringida a los apóstoles solamente, sino que incluía también a todos los creyentes que vendrían. A continuación, estudiaremos cuatro elementos sobrenaturales que describen la esencia de esta promesa.
Un Consolador sobrenatural
Primero, Él prometió enviar un Consolador sobrenatural, cuando dijo: “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre” (Jn. 14:16). En lo inmediato, esto podría llenar el vacío que dejaría en los discípulos el fin del ministerio terrenal de Jesús y Su ascenso al cielo. El sustantivo “Consolador” es la traducción que hace la Reina–Valera de la palabra griega parakletos, que significa “llamado para ayudar”. La palabra también se traduce como “abogado defensor”, lo cual sugiere un significado legal o tribunal. Abogado defensor implica la idea de un amigo experto que nos ayuda ante el tribunal y que podría testificar a nuestro favor o ayudarnos con nuestro caso.
Cristo, por medio del apóstol Juan, tuvo sumo cuidado en utilizar el adjetivo adecuado para describir al Consolador. El Señor eligió la forma precisa de otro, para comunicar con precisión la definición completa de Consolador. Él usó el término griego allos, que significa “otro que es idéntico”. En otras palabras, Jesús dijo que Él no estaría físicamente con nosotros, pero que enviaría el mismo tipo de ayuda y consuelo que Él fue, excepto que ahora el Espíritu Santo reside dentro: “El Espíritu de verdad... mora con vosotros, y estará en vosotros” (Jn. 14:17).
Una vida sobrenatural
Segundo, Jesús prometió una vida sobrenatural. Nuestras vidas siempre son diferentes cuando tenemos el Espíritu Santo. Sabemos que eso es verdad simplemente al darnos cuenta de lo que sucede en el nuevo nacimiento (Jn. 3:3‒16; 2 Co. 5:17; Ef. 2:4‒5). Con la regeneración, Jesús nos aseguró que nuestra perspectiva sería diferente de la del mundo: “Todavía un poco, y el mundo no me verá; pero vosotros me veréis; porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Jn. 14:19, vea también 1 Co. 2:12‒14). Cuando estamos espiritualmente vivos, somos sensibles a la obra de Cristo en el mundo y empezamos a ver las cosas desde la perspectiva de Dios.
Un Maestro sobrenatural
Jesús también nos aseguró que el Espíritu vendría como un Maestro sobrenatural: “Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quién el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn. 14:26). Esta función de enseñanza continua es uno de los aspectos más cruciales del ministerio del Espíritu. Nos recuerda nuestra completa dependencia de Cristo y la necesidad de Su provisión y de Su Espíritu para nutrir nuestra vida espiritual (Jn. 15:5).
Necesitamos que el Espíritu Santo nos dé una comprensión inicial de la verdad (Jn. 6:63; 1 Co. 2:10‒15). Pero también necesitamos Su ayuda continua si queremos crecer en nuestro conocimiento de esa verdad (Jn. 16:13). Incluso los discípulos, que habían pasado tres años con Jesús, no siempre entendieron todo de inmediato. Varios pasajes del Evangelio de Juan se refieren a la lenta comprensión de los discípulos de la verdad o a su incapacidad para recibir todo de una vez (Jn. 2:22; 12:16; 16:12). Por lo tanto, el Espíritu Santo está disponible para nosotros a diario, para sarisfacer todas nuestras necesidades.
Una paz sobrenatural
El último elemento prometido con la venida del Espíritu Santo es una paz sobrenatural. Esto es lo que Jesús les aseguró a los discípulos en Juan 14:27: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo”. Esta paz espiritual es mucho mejor que cualquier paz mental que el mundo puede ofrecer por medio de las drogas, la falsa psicología, la religión de la Nueva Era o acuerdos políticos y diplomáticos superficiales. Esta paz es también diferente de la paz con Dios que Pablo explicó en Romanos 5:1‒11 (vea también Ef. 2:14‒18; Stg. 2:23), la cual tiene que ver con nuestra posición con Dios.
La paz a la que Jesús hace referencia en Su promesa, es una paz que afecta nuestra vida diaria. Devora agresiva y positivamente nuestras tribulaciones y las convierte en alegría. Nos protege de ser víctimas de los acontecimientos y nos da esa tranquilidad interior del alma de la que Pablo habló en Filipenses 4:7: “La paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús”. Esta es una paz que trasciende nuestra comprensión, simplemente porque viene de Dios, no del mundo y de lo que nos sucede.
La base de esta paz extraordinaria son las tres personas de la Trinidad. En Juan 14:27, Jesús dijo: “mi paz os doy” (vea también Hch. 10:36; 2 Ts. 3:16; He. 7:2). En 1 Tesalonicenses 5:23 dice del papel del Padre: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo” (vea también 1 Co. 14:33; Fil. 4:9, He. 13:20). Por último, el Espíritu Santo desempeña el papel clave como un dispensador de paz: “El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley” (Gá. 5:22‒23).
Los discípulos y sus contemporáneos, armados con la verdad y acompañados por la presencia de Dios, serían en poco tiempo quienes trastornaran “el mundo entero” (Hch. 17:6). Pero en este momento de angustia, a solo unas horas de la cruz, la situación se veía completamente desesperanzadora. Jesús, consciente de la angustia de los discípulos, les señaló la fuente segura y final de esperanza: el Dios trino. De la misma forma en que la promesa de la presencia de Dios los animó hace mas de dos milenios, aún brinda confianza y aliento pues aporta consuelo para el día de hoy (2 Co. 1:3–4; cp. Sal. 23:4; 86:17; Mt. 5:4; Hch. 9:31) y para siempre (Is. 25:8; 2 Ts. 2:16; Ap. 7:17; 21:4).
(Adaptado de El Pastor silencioso)