La bondad de Dios va más allá de Su perdón. Es maravilloso que se borren nuestros crímenes contra Él, ya que Él “[anuló] el acta de los decretos que había contra nosotros... clavándola en la cruz” (Col. 2:14). Y al mismo tiempo que perdona, enriquece a Sus hijos con una abundante gama de riquezas divinas y eternas. Jesús ofreció una imagen profunda de esta realidad en Su parábola del hijo pródigo.
“Y cuando aún estaba lejos [el hijo prodigo], lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse” (Lc. 15:20‒24).
Imagine cómo sería el regreso del pródigo desde la perspectiva de uno de los criados de la casa. De repente, el padre bajó corriendo de su puesto de vigilancia. Pasó por delante de sus criados, salió por la puerta principal y fue corriendo por el polvoriento camino con la túnica levantada por encima de las rodillas. Atravesó la ciudad sin reducir la marcha y sin importarle quién pudiera estar observándole. Detrás de él iban varios criados que corrían para seguir a su amo, pero sin saber adónde iba ni por qué corría así.
La escena era probablemente cómica para algunos, pero no lo habría sido para sus sirvientes. Su comportamiento les habría parecido vergonzoso. Estaba fuera de lugar, era inquietante, incluso aterrador. Sin embargo, no tuvieron más remedio que acompañarle porque, como sirvientes de su casa, era su deber.
Los criados debieron de ver con asombro cómo su señor llegaba hasta su hijo, lo abrazaba (con sus ropas apestosas y manchadas de estiércol) y empezaba a besarlo como si fuera un héroe que retornaba. Entonces, casi antes de que los sirvientes pudieran recobrar el sentido, el padre levantó la vista, se volvió hacia los sirvientes (que seguramente estaban agitados y sin aliento por haber corrido) y los envió a hacer una serie de recados urgentes. Los mejores textos griegos dicen que precedió sus órdenes con el adverbio tachu: “¡Rápido!”. No quería demoras. Era un asunto de máxima urgencia para él, y todo debía hacerse lo más rápidamente posible.
Mientras el padre daba sus órdenes, quedó claro que iba a celebrar un banquete para ese hijo que le había deshonrado tan vergonzosamente. Planeaba tratarlo como se trataría a un dignatario de honor: con regalos, una celebración completa y la concesión ceremonial de altos privilegios.
Irónicamente, la palabra pródigo significa extravagante. Una persona pródiga es un gran derrochador que reparte sus recursos, sobre todo para divertirse. El término transmite la idea de alguien que es excesivamente derrochador, imprudente en lo que gasta su dinero, inmoderado en la velocidad con la que gasta sus activos y de manera imprudente con grandes gratificaciones.
De repente, el padre, y no el hijo descarriado, es el pródigo:
“Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse” (Lc. 15:22‒24).
También en este caso, mientras Jesús contaba la historia, el público habría quedado con la boca abierta. No solo los fariseos, sino cualquiera que hubiera estado inmerso en esa cultura se habría quedado totalmente perplejo ante las acciones del padre. Este hombre no tenía vergüenza. Acababa de sacrificar su última pizca de dignidad corriendo como un muchacho para conceder el perdón libre y completo a un hijo que no merecía más que todo el peso de la ira de su padre.
Por si esas acciones no fueran lo bastante vergonzosas, ahora el padre estaba a punto de utilizar lo mejor de todo lo que poseía (y gastar mucho dinero en el proceso) para honrar al muchacho deshonroso, que por su pecado ya había gastado una parte considerable de la riqueza de la familia en el lejano país. Incluso si el muchacho delincuente se hubiera arrepentido de verdad, concederle regalos costosos y hacerle una celebración tan extravagante parecía exactamente inadecuado para ese momento.
Pero el padre, sin dejarse intimidar por el temor a la opinión pública, no perdió el tiempo y empezó la fiesta. Incluso antes de que el hermano mayor pudiera ser llamado del campo, el padre había pedido una túnica y un anillo. El ternero cebado ya estaba siendo sacrificado para un gran festín.
El hijo pródigo, atónito, debió sentir que la cabeza le daba vueltas. Después de todo lo que él había hecho —y de todo lo que el pecado le había hecho— él apenas podía comprender lo que estaba ocurriendo. Los aldeanos también estarían desconcertados por el comportamiento del padre.
Jesús menciona tres regalos que el padre dio inmediatamente a su hijo arrepentido: una túnica, un anillo y unas sandalias. Todos los que escuchaban la historia de Jesús comprendieron las implicaciones de esos regalos, implicaciones que se extienden a todo hijo verdadero de Dios. Y explicaremos cuáles son en el próximo blog.

(Adaptado de Memorias de dos hijos)