¿Percibes tu pecado como Dios lo percibe?
¿Comprendes la forma en que ofendes a tu Padre celestial —a diario— con tu orgullo, egoísmo y avaricia? Estamos demasiado familiarizados con el pecado para apreciar la profundidad de nuestra propia miseria. E incluso como creyentes, podemos volvernos complacientes cuando se trata de la gracia de Dios. Solo cuando vemos nuestro pecado como Dios lo ve, podemos apreciar realmente la misericordia y el amor que Él derrama sobre nosotros.
Cuando el hijo pródigo regresó a casa, era plenamente consciente de su miseria. Comprendía perfectamente las implicaciones de su rebelión y el castigo al que probablemente se enfrentaría. Conociendo la profundidad de su ofensa, con gusto habría recibido cualquier migaja de misericordia de su agraviado padre.
“Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse” (Lc. 15:21‒24).
Cuando el padre llegó hasta su hijo descarriado, no contuvo su afecto y no dudó en concederle el perdón. La imagen de un hombre adulto corriendo por un camino polvoriento para saludar a un hijo descarriado resultaba aún más asombrosa para el público fariseo de Cristo.
El padre abrazó inmediatamente al hijo pródigo. Jesús dijo que el padre “lo vio, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó” (Lc. 15:20). El tiempo verbal indica que lo besó repetidamente. Se derrumbó sobre su hijo dándole un abrazo enorme, poniendo su cabeza en el cuello de su hijo, quien apestaba y estaba sucio e impresentable, y le dio la bienvenida con un despliegue de emoción desenfrenada.
Es evidente que el padre había estado sufriendo en silencio durante todo este tiempo. Su profundo amor por el joven nunca había flaqueado. El anhelo de verle madurar y volver a casa debió de ser un doloroso ardor en el corazón del padre. Llenaba sus pensamientos todos los días. Y ahora que veía la figura abatida de su hijo, solo en el horizonte, poco le importaba al padre lo que la gente pensara de él; estaba decidido a dar la bienvenida a casa al joven de la forma más personal y pública posible.
Es más, el padre evitaría que el muchacho sufriera aún más el reproche de su pecado, convirtiéndose él mismo en un reproche. En esencia, asumió completamente la desgracia del joven, vaciándose de todo orgullo, renunciando a sus derechos paternales, sin preocuparse en absoluto de su propio honor —incluso en aquella cultura, donde el honor parecía primordial—. Y en una asombrosa muestra de amor desinteresado, despreciando la vergüenza de todo ello (cp. He. 12:2), abrió sus brazos al pecador que regresaba y lo abrazó fuertemente en un abrazo diseñado en parte para protegerlo de cualquier otra humillación. Para cuando el joven entró en la aldea, ya estaba plenamente reconciliado con su padre.
El hijo pródigo había vuelto a casa dispuesto a besar los pies de su padre. Sin embargo, el padre besaba la cabeza del hijo prodigo que apestaba a cerdo (Lc. 15:15‒16). Ese abrazo con besos repetidos era un gesto que significaba no solo la alegría delirante del padre, sino también su plena aceptación, amor, perdón, restauración y reconciliación total. Era una forma deliberada y demostrativa de señalar a todo el pueblo que el padre había perdonado plenamente a su hijo, sin reparos ni vacilaciones.
¡Qué hermosa imagen del perdón que ofrece el evangelio! Cuando, como incrédulos, anhelamos escapar del dominio del pecado, nuestro primer instinto suele ser idear un plan de penitencia para liberarnos de la culpa y reformar nuestro comportamiento. Pero tal plan está condenado al fracaso. La deuda del pecado es infinita, y somos incapaces de cambiar nuestra naturaleza. Nuestra depravación es total —el pecado contamina todo nuestro ser—. Pero nuestro compasivo Salvador se interpone en nuestro miserable estado. Cristo ya ha pasado por la prueba, ha cargado con la vergüenza, ha sufrido los reproches, ha soportado las crueles burlas y ha pagado íntegramente el precio de nuestra culpa. Él abraza a los pecadores arrepentidos, derrama sobre ellos Su gran amor, les concede el perdón completo y los reconcilia consigo mismo.

(Adaptado de Memorias de dos hijos)