Todos necesitamos un sacerdote. Pero no del tipo que vemos hoy en día con túnicas elegantes y sombreros graciosos, aquellos que pretenden ser los representantes de Dios ante la sociedad moderna. Necesitamos un sacerdote perfecto y sin pecado que nos represente ante el Dios santo que “de ningún modo tendrá por inocente al culpable” (Nm. 14:18). Necesitamos a alguien que nos represente en el lugar donde nuestras vidas pecaminosas no podrían sobrevivir, alguien que le pida a Dios misericordia, bondad y compasión en nuestro favor. Y los fariseos entendían esto mejor que la mayoría.
Entre las primeras cosas que un judío podría haber preguntado sobre otra religión estaban: “¿Quién es tu sumo sacerdote? ¿Quién media entre tú y Dios? ¿Quién ofrece los sacrificios para expiar tus pecados?”. Un judío de la época de la Iglesia primitiva bien podría haber preguntado a un cristiano: “¿Cómo van a ser perdonados tus pecados si no tienes a nadie que ofrezca sacrificios y nadie que interceda por ti? ¿Cómo puedes afirmar que este Nuevo Pacto sustituye y es superior al Antiguo Pacto hecho a través de Moisés, cuando te deja sin sumo sacerdote?”.
El cristiano habría respondido: “Pero sí tenemos un Sumo Sacerdote, un Sumo Sacerdote perfecto. Él ha ofrecido sacrificio por nuestros pecados. Él no se limita a un templo terrenal, ni tiene que sacrificar anualmente, mucho menos diariamente. Él hizo un sacrificio que expía todos los pecados cometidos por Su pueblo, desde el principio hasta el fin de los tiempos. Así de grande es Él como Sumo Sacerdote y así de grande fue Su sacrificio. No solo eso, sino que nuestro Sumo Sacerdote está sentado a la diestra de Dios e intercede continuamente por los que le pertenecemos”.
El corazón del libro de Hebreos (capítulos 5–9) se centra en el sumo sacerdocio de Jesús. Su sacerdocio superior, más que cualquier otra cosa, declara que el Nuevo Pacto es mejor que el Antiguo. Él ha hecho lo que ninguno de los sacerdotes juntos del sistema antiguo pudo jamás hacer.
“Porque todo sumo sacerdote tomado de entre los hombres es constituido a favor de los hombres en lo que a Dios se refiere, para que presente ofrendas y sacrificios por los pecados; para que se muestre paciente con los ignorantes y extraviados, puesto que él también está rodeado de debilidad; y por causa de ella debe ofrecer por los pecados, tanto por sí mismo como también por el pueblo. Y nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón.
“Así tampoco Cristo se glorificó a sí mismo haciéndose sumo sacerdote, sino el que le dijo: Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy. Como también dice en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre, Según el orden de Melquisedec. Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente. Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen; y fue declarado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec” (He. 5:1–10).
Los sacerdotes bajo el Antiguo Pacto eran constructores de puentes que conducían a Dios. Los hombres no podían llegar directamente a la presencia de Dios, y por lo tanto Dios designó a ciertos hombres para que fueran ujieres, por así decirlo, para llevar a los hombres a Su presencia. El camino hacia Dios solo se abría cuando los sacerdotes ofrecían sacrificios —día tras día, año tras año— presentando la sangre de los animales a Dios. Los sacerdotes eran los mediadores de Dios.
Pero con el sacrificio de Jesucristo en la cruz, puso fin a la necesidad del Templo y del sacerdocio levítico. Ya no era necesario un sumo sacerdote como los que le siguieron a Aarón, ni de ningún sacerdote meramente humano. Jesús fue a la vez Sumo Sacerdote y sacrificio, y proporcionó eternamente al hombre una apertura a la presencia de Dios. En Su crucifixión, el velo del Templo se rasgó en dos, exponiendo el Lugar Santísimo a cualquiera que quisiera acercarse a Dios a través del Hijo. En un acto perfecto de sacrificio, Jesucristo logró lo que miles y miles de sacrificios de una multitud de sacerdotes nunca podrían lograr. Abrió el camino a Dios permanentemente, para que cualquier hombre, en cualquier momento y por fe en Cristo, pudiera entrar en la presencia de Dios.
Hebreos 5:1–4 establece los tres requisitos básicos para un sumo sacerdote judío. Él fue designado por Dios, ofreció sacrificios en Su nombre, y fue comprensivo con aquellos a quienes ministraba. Los siguientes seis versículos muestran cómo Jesucristo cumple esos requisitos. Y los consideraremos en los blogs de las próximas semanas.
(Adaptado y traducido de Comentario MacArthur del Nuevo Testamento: Hebreos)