La mayoría de nosotros ha experimentado esa inquietud temerosa de acercarse a un padre de familia para confesar algo que hemos hecho mal. Pero es difícil imaginar el pavor que debió de sentir el hijo pródigo al emprender el humillante viaje de regreso a la casa de su padre.
“Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó” (Lc. 15:14‒20).
Probablemente, el pródigo pasó su largo viaje de regreso a casa preparándose para el inevitable castigo que merecía, por haber malgastado su herencia en una vida inmoral, tras su escandalosa demanda de esa herencia mientras su padre aún vivía.
A medida que el joven se acercaba a la casa de su padre, la realidad y la urgencia de su situación debieron de ocupar un lugar preponderante en su mente. Su vida era ahora un completo caos y dependía por completo de la misericordia de su padre; fuera de los recursos de su padre, no tenía esperanza alguna. Sin duda, todos en la aldea lo despreciarían; tenían la obligación de hacerlo para proteger su propio honor. En aquella cultura, a nadie se le habría ocurrido acogerlo si su propio padre lo hubiera declarado un marginado. Por tanto, el pródigo estaba indefenso en la balanza entre la vida y la muerte, y si su padre lo rechazaba, estaba condenado. Todo dependía de la respuesta de su padre.
A medida que se acercaba a su casa, el joven debió de ensayar su súplica docena de veces, quizá cientos de veces: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros” (Lc.15:18‒19).
Tal vez se preguntaba cómo se oiría esa petición para las mentes razonables. ¿Era absurdo pedir la clemencia de su padre? ¿Acaso era pedir demasiado, al pedir algún favor? Así se habría sentido la persona típica de aquella cultura. Sin duda, así lo veían los fariseos. La conciencia del pródigo lo habría estado azotando con recordatorios de todas las cosas tontas y malvadas que había hecho y que deshonraban a su padre. Habría comprendido lo ofensivo e inexcusable de su pecado y no habría tenido ningún deseo de racionalizar o remediar su descarada rebelión y su flagrante inmoralidad. ¿Quién era él para pedir ayuda ahora, sobre todo porque ya le habían dado tanto, lo había despilfarrado todo y, por tanto, no le quedaba nada de valor real que ofrecer a cambio de la bondad de su padre? ¿Y si el padre tomaba su petición de misericordia como otra petición escandalosa y lo rechazaba para siempre?
En aquella cultura del honor, especialmente en una situación como esta, no habría sido nada extraordinario que el padre simplemente se negara a recibir al joven. De hecho, incluso si el padre hubiera estado dispuesto a conceder una audiencia a su hijo arrepentido, habría sido bastante típico castigarlo primero haciendo un espectáculo público de su vergüenza. Por ejemplo, un padre en esas circunstancias podría haber tenido al hijo sentado fuera de la puerta a la vista del público durante varios días, dejándole empaparse un poco de la deshonra que había traído a su propia familia. El muchacho habría estado completamente expuesto a los elementos y, lo que es peor, al escarnio de toda la comunidad.
En una aldea típica, donde todos se conocían, todos habrían comprendido al instante el significado de semejante gesto del padre. Si un padre negara a su propio hijo un encuentro inmediato cara a cara y le obligara a sentarse en la plaza pública, todo el pueblo habría tratado al muchacho con absoluto desprecio, burlándose de él, insultándole y posiblemente escupiéndole. Las personas menos privilegiadas de la comunidad habrían hecho todo lo posible por mostrar su desdén por este chico que había sido bendecido con todas las ventajas y lo había tirado todo por la borda. Ninguna indignidad habría sido demasiado grande para amontonarla sobre su cabeza. Solo habría tenido que sentarse y aguantar mientras esperaba.
Eso puede parecer duro, pero recuerde que la pena prescrita por la ley de Moisés para ese hijo rebelde era la muerte por lapidación pública. La ley ordenaba que “Entonces todos los hombres de su ciudad lo apedrearán, y morirá; así quitarás el mal de en medio de ti, y todo Israel oirá, y temerá” (Dt. 21:21). Así que la humillación pública en lugar de la lapidación era en realidad una misericordia que el prodigio no merecía. Y en aquella cultura en la que el honor y la vergüenza significaban tanto, el profundo desprecio de la comunidad por el comportamiento de este joven prácticamente exigía algún tipo de castigo.
Lo más probable es que ese fuera precisamente el tipo de trato que el hijo pródigo hubiera esperado. Era el precio de la reinserción en la comunidad que él mismo había rechazado. Era solo una fase de un largo proceso que tendría que estar preparado para afrontar. Según las costumbres sociales de aquella cultura, al haber sido la causa de tanta vergüenza, ahora tenía que ser avergonzado por todos los demás, como parte vital de la justa retribución que merecía. Se había convertido a sí mismo en un marginado.; tendría que esperar ser tratado como tal.
Tras varios días de espera, si el padre decidía concederle una audiencia —suponiendo que estuviera dispuesto a mostrar algo de misericordia al rebelde arrepentido— el hijo tendría que inclinarse y besar los pies del padre. Nada de abrazos. Ni siquiera habría sido correcto que se levantara y besara la mano de su padre. La única conducta apropiada para un hijo así era postrarse con la cara en el suelo ante el padre al que había deshonrado.
Él —y nosotros— habríamos esperado que el padre recibiera al réprobo con una frígida indiferencia. Para guardar las apariencias, el padre habría abordado el acuerdo formalmente, como un trato de negocios, sin mostrar ningún afecto o ternura manifiestos por su hijo. No habría habido negociación; el padre se habría limitado a esbozar las condiciones del empleo, explicando lo que se exigiría del muchacho, qué tipo de trabajo se le asignaría y cuánto tiempo tendría que servir antes de que se le concediera el más mínimo privilegio. Tal trato no habría sorprendido al hijo arrepentido. De hecho, lo esperaba con razón. Sabía que no tenía más poder de negociación que ponerse a merced de su padre.
Sin embargo, por mala que pueda parecer su situación, el joven estaba en realidad en el mejor lugar posible en el que puede encontrarse un pecador. Al igual que el ladrón penitente, era plenamente consciente tanto de su culpabilidad como de su absoluta incapacidad para hacer algo al respecto. Es en ese lugar donde encontramos a un Padre deseoso de perdonar y de mostrar gloriosamente Su compasión. Lo que el pródigo estaba a punto de descubrir es lo que todos los pecadores descubren cuando se arrepienten y se acercan a Dios:
Nada en mi mano traigo,
Solo a Tu cruz me aferro;
Desnudo, vengo a Ti por vestido;
Desamparado, busco Tu gracia;
Sucio, vuelo a la Fuente;
Lávame, Salvador, o moriré.

(Adaptado de Memorias de dos hijos)