Dios no siempre nos da lo que merecemos. Y eso es una buena noticia para todos los pecadores a los que Él ha perdonado. Tristemente, este mundo está cegado ante esa realidad: nuestra cultura terapéutica de los derechos y el victimismo profesional trabaja horas extras para mantenernos en la oscuridad. Ahora estamos plagados de personas que parecen pensar que el mundo —tal vez incluso Dios— les debe algo.
Las únicas personas que ven con claridad en este mundo oscuro son las que están destrozadas por su pecado, las que perciben con precisión su pérdida y su desesperada necesidad de un salvador. Aunque estén perdidos, Dios siempre encuentra a Su pueblo arrepentido: “Pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra” (Is. 66:2). Además, Dios se acerca a ellos lleno de misericordia y compasión. Esa es la gloriosa realidad a la que aludió Cristo en Su parábola del hijo pródigo.
Mientras el hijo pródigo regresaba a casa desamparado, humillado y destrozado por su rebelión pecaminosa, se preparaba para el castigo que sabía que merecía. Su mayor esperanza era una vida de esclavitud en casa de su padre a cambio de la comida y el refugio que necesitaba (Lc. 15:17‒19). Ese era el mejor escenario en la mente de este joven humilde. Pero esas débiles esperanzas estaban a punto de ser superadas exponencialmente, incluso antes de que llegara a la puerta.
“Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó” (Lc. 15:20). La respuesta del padre no fue en absoluto reservada. Ni cinismo, ni saludo cauteloso, ni afecto moderado. Aquí había un padre no solo dispuesto a conceder una medida de misericordia a cambio de la promesa de una vida de servicio meritorio, sino deseoso de perdonar libre y completamente, a la primera señal de arrepentimiento.
Es evidente que el padre esperaba diligentemente el regreso del pródigo. ¿Cómo, pues, habría podido verlo cuando aún estaba lejos? Podemos imaginar sin temor a equivocarnos que el padre había estado mirando fijamente, escudriñando el horizonte a diario, repetidas veces, en busca de señales del regreso del muchacho. Llevaba mucho tiempo haciéndolo, probablemente desde mucho antes de que el impacto inicial de la partida del joven hubiera cesado.
Obviamente, la angustia aún no había desaparecido, porque el padre seguía observando. Y seguía observando a diario, desconsolado pero esperanzado, soportando en privado el indecible dolor de sufrir amor por su hijo. Seguramente sabía que el tipo de vida al que se dirigía su hijo terminaría como acabó. Esperaba desesperadamente que el joven sobreviviera y volviera a casa. Así que ocupaba su tiempo libre observando expectante. Debió subir al punto más alto de su propiedad —quizá a una torre o a un tejado— y pasó sus ratos de ocio observando el horizonte, orando por el regreso sano y salvo del joven, y pensando en cómo sería cuando el hijo pródigo volviera. Un hombre como este padre probablemente habría dado vueltas en su mente a ese escenario innumerables veces.
Era de día cuando el padre vio por fin al joven descarriado. (Conocemos ese detalle porque es la única forma en que pudo haberlo visto “cuándo aún estaba lejos”). Eso significaba que el centro del pueblo estaba lleno de gente. Los mercados estaban atestados de mercaderes vendiendo, gente comprando, mujeres con niños y personas mayores sentadas en la plaza pública mientras observaban la bulliciosa actividad. En cuanto el hijo se acercará a la aldea, sin duda alguien lo reconocería y gritaría la noticia de su regreso. Probablemente, otro correría a contárselo al padre.
Entonces, ¿por qué observaba el padre? ¿Y por qué corrió hacia el hijo en lugar de esperar a que este fuera hacia él? En primer lugar, y lo más obvio, el padre estaba realmente deseoso de iniciar el perdón y la reconciliación con su hijo. Esta imagen del padre corriendo al encuentro de su hijo pródigo completa aún más los detalles del cuadro general: Ilustra la verdad de que Dios es lento para la ira y rápido para perdonar. Él no se complace en la muerte de los impíos, sino que está deseoso, dispuesto e incluso se deleita en salvar a los pecadores.
Este aspecto de la parábola hace eco de las dos parábolas anteriores de Cristo en Lucas 15, en las que el pastor buscaba diligentemente a su oveja perdida (Lc. 15:1‒7) y la mujer buscaba fervientemente su moneda perdida (Lc. 15:8‒10). Cristo es el que busca fielmente —Él es el arquitecto e iniciador de nuestra salvación—. Él busca y atrae a los pecadores hacia Sí mismo antes de que ellos piensen en buscarlo (Jn. 6:44). Él siempre hace la primera propuesta. Él mismo paga el precio de la redención. Él llama, justifica, santifica y finalmente glorifica a cada creyente pecador (Ro. 8:30). Cada aspecto de nuestra salvación es obra de Su gracia. La bienvenida de Dios a los pecadores en Su familia es exponencialmente más abundante que cualquier cosa que el pródigo experimentó. Y no hay nada en este mundo que pueda arrebatarle eso a Sus hijos.
“¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?... ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?... Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 8:31‒32, 35, 37‒39).

(Adaptado de Memorias de dos hijos)