Este blog fue publicado por primera vez en septiembre del 2021. –ed.
En el relato del apóstol Juan sobre el Señor levantando milagrosamente a Lázaro de entre los muertos, hay una breve declaración que nunca deja de hacer sonreír a los niños de la iglesia. Siempre atenta a las cuestiones prácticas y al decoro, cuando Marta, la hermana de Lázaro, advirtió con premura a Cristo: “Señor, ya huele mal, porque hace cuatro días que murió” (Jn. 11:39 NBLA).
Como ya hemos visto en esta serie, la resurrección de Lázaro es una descripción vívida de la obra de salvación de Dios en la vida del creyente. Y aún en su estado resucitado, Lázaro —todavía envuelto en sus ropas sucias de la tumba— tiene una clara similitud con la nueva vida del creyente en Cristo. Como John MacArthur explica:
La historia de Lázaro ofrece una ilustración particularmente gráfica de nuestra situación como creyentes. Hemos sido creados para que andemos en vida nueva (Ro. 6:4). “Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios” (Ro. 7:22). Sin embargo, no podemos hacer lo que deseamos (Gá. 5:17). “Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo” (Ro. 7:18). Somos prisioneros de las consecuencias inherentes a la mismísima caída de la que hemos sido redimidos (Ro. 7:22). Es como si todavía estuviéramos atados con la ropa con que nos enterraron…
Existe, sin embargo, una diferencia importante entre nuestra situación y la resurrección de Lázaro. Él se despojó de su vendaje de momia, de inmediato. Era simplemente una mortaja de lino. Afortunadamente, la corrupción de la muerte, caracterizada por el terrible hedor que temía Marta, no siguió a Lázaro desde la tumba.
Nuestra situación, sin embargo, no se puede resolver tan rápido. No es solo una mortaja de lino lo que nos ata, sino un cadáver hecho y derecho: Pablo lo llama “el cuerpo de muerte” (Ro. 7:24). Es el principio del pecado carnal el que cubre nuestra gloriosa vida a lo largo de nuestra peregrinación terrenal. Confunde nuestra atmósfera espiritual, rodeándonos del fétido olor del pecado. Ya no puede dominarnos como un tirano despiadado, pero nos afligirá con la tentación, el tormento y el dolor hasta que finalmente seamos glorificados. [1]John MacArthur, Una conciencia decadente, (Weston, FL.: Editorial Nivel Uno, 2020), 244–245.
A pesar que hemos sido transformados a través de la obra redentora de Cristo, todavía llevamos las manchas de nuestro pasado pecaminoso. La última vez, consideramos cómo el Señor, mediante la obra santificadora del Espíritu Santo, disminuye el efecto y la influencia de nuestro pasado pecaminoso.
Pero no todos los creyentes profesos se someten voluntariamente a la obra perfeccionadora de la santificación. De hecho, muchos rechazan la situación por completo, adoptando una actitud arrogante hacia sus pecados y evitando cualquier amonestación o condenación a causa de éste.
En generaciones pasadas, defender esa posición usualmente significaba invocar la idea de cristianos “carnales”. Basado en una malinterpretación de la amonestación de Pablo en 1 Corintios 2 y 3, muchos cristianos han sido llevados a creer que hay dos clases de cristianos: carnales y espirituales. Los cristianos espirituales manifiestan la evidencia de su estatus a través de su piedad: una vida recta y una fe madura. Por otra parte, los cristianos carnales hacen profesiones de fe, pero permanecen sumidos en el pecado y la corrupción del mundo.
Hoy en día, una idea similar está creciendo rápidamente en popularidad. Cuando se trata de lidiar con pecados permanentes en la vida de un creyente, la solución de moda es no predicar arrepentimiento y disciplina, sino enfocarse exclusivamente en la gracia de Dios. En lugar de lidiar bíblicamente con su pecado —“Cortando en pedazos a Agag”— ellos argumentan que la salvación nos libera de cualquier expectativa de obediencia a la ley de Dios, y que la gracia de Dios disuelve la culpa y apacigua la convicción de pecado en la vida del creyente. Ellos argumentan que no es la culpa de nuestro pecado, sino el esforzarse por la justicia que lleva a tantos creyentes a la frustración y desesperación espiritual. De hecho, ellos tratan de avergonzar a otros creyentes para que dejen de perseguir la santidad, al erróneamente etiquetarla como obras de justicia, es decir, obras hechas para ganar el favor de Dios.
En su libro, Una conciencia decadente, John MacArthur advierte en contra de tergiversar la gracia de Dios en una excusa.
La gracia de Dios no implica que la santidad sea opcional. Siempre ha habido personas que abusan de la gracia de Dios y suponen que tienen licencia para pecar. Parafraseando esa filosofía, Pablo escribe: “¿Qué, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde?” (Ro. 6:1). Si la gracia abunda más donde el pecado es peor (Ro. 5:20–21), entonces, ¿no magnifica, nuestro pecado, la gracia de Dios? ¿Deberíamos continuar en pecado para que la gracia de Dios pueda ser magnificada?
¡Que no sea así nunca! Responde Pablo de manera enfática. La noción de que cualquiera usaría tal argumento para entregarse al pecado era claramente ofensiva para Pablo. “En ninguna manera. Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” (Ro. 6:2)[2]Una conciencia decadente, 156.
Lamentablemente, esta corrupción de la gracia de Dios no está restringida a los límites de la iglesia. Proviene de algunos de los más populares oradores y autores en el movimiento evangélico de hoy. Y es una amenaza para el crecimiento espiritual y la piedad de los innumerables hombres y mujeres atrapados en su engaño.
La próxima vez, veremos más de cerca cómo están malinterpretando y distorsionando la Palabra de Dios, y la amenaza que sus enseñanzas representan para sus seguidores.