“En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella” (Juan 1:4-5).
Juan muestra una vez más en estos dos versículos la economía de palabras inspirada por el Espíritu para resumir la encarnación. Cristo, la personificación de “la vida” y “la luz” eterna y gloriosa del cielo, entró en el mundo “de los hombres”, oscurecido por el pecado, y el mundo reaccionó de varias maneras ante Él.
Los temas de la “vida” y la “luz” son comunes al Evangelio de Juan. “Vida” (del griego zoé) se refiere a la vida espiritual, a diferencia de bíos, que describe la vida física (cp. 1 Jn. 2:16). Aquí, como en 5:26, se refiere principalmente a que Cristo tiene vida en sí mismo. Los teólogos lo suelen llamar “aseidad”, o existencia propia, y es evidencia clara de la deidad de Cristo, pues solo Dios existe por sí mismo.
Esta verdad sobre la existencia propia de Dios y Cristo —que tienen vida en sí mismos (aseidad)— es fundamental para nuestra fe. De todo lo creado puede decirse que “llega a ser”, pues todo lo creado es cambiante. Es esencial entender que el ser —o la vida— no cambiante, eterno y permanente es diferente de todo lo que llega a ser. El “ser” es eterno y la fuente de vida de lo que ha de “llegar a ser”. Esto es lo que diferencia las criaturas del Creador, nosotros de Dios.
Génesis 1:1 establece esta realidad fundamental con la declaración “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. Porque esta es la verdad más importante de la Biblia, es la más atacada. Los incrédulos saben que librarse de la creación es librarse del Creador. Y librarse de Dios hace al hombre libre para vivir de la forma que quiera, sin juicio.
Todo el universo cae en la categoría de “Ilegar a ser” porque hubo un momento en el cual no existía. Antes de su existencia, era Dios, el ser eterno existente por sí mismo —la fuente de vida—, quien es ser puro, vida pura y nunca llegó a ser cosa alguna. Toda la creación recibe su vida de afuera, de Él, pero Él deriva su vida de sí mismo, no depende de nada para vivir. Como se lo declaró a Moisés: “Yo soy el que soy” (Éx. 3:14). Él es desde la eternidad y hasta la eternidad. Hechos 17:28 dice correctamente: “En él vivimos, y nos movemos, y somos”. No podemos vivir, movernos o ser sin su vida. Pero Él siempre ha vivido, se ha movido y ha sido.
Ésta es la descripción ontológica más pura de Dios; y decir que Jesús es la “vida” es decir la verdad más pura sobre la naturaleza divina que Jesús posee. Y, como en el versículo 3, entonces Él es el Creador.
Aunque Jesús el Creador es la fuente de todo y de todos los vivos, la palabra “vida” del Evangelio de Juan siempre es una traducción de zoé, término que Juan usa para la vida espiritual o eterna. Ésta la imparte Dios por su gracia soberana (6:37, 39, 44, 65; cp. Ef. 2;8) a todo aquel que crea en Jesucristo para salvación (1:12; 3:15-16, 36; 6:40, 47; 20:31; cp. Hch. 16:31; Ro. 10:9-10; 1 Jn. 5:1, 11-13). Y Cristo vino para eso al mundo (10:10; cp. 6:33): a impartir vida espiritual a los pecadores muertos en sus “delitos y pecados” (Ef. 2:1).
Aunque es apropiado hacer algunas distinciones entre la vida y la luz, la declaración “la vida era la luz” acaba con la falta de relación entre las dos. En realidad, Juan está escribiendo que la vida y la luz no se pueden separar. Son esencialmente iguales, con la idea de que la luz enfatiza la manifestación de la vida divina. “La vida era la luz” tiene la misma construcción de “el Verbo era Dios” (v. 1). Como Dios no está separado del Verbo, sino que son la misma cosa en esencia, así también la vida y la luz comparten las mismas propiedades esenciales.
La luz se combina con la vida en una metáfora cuyo propósito es clarificar y contrastar. La vida de Dios es verdadera y santa. La “luz” es esa verdad y santidad manifiesta contra la oscuridad de las mentiras y el pecado. La luz y la vida tienen el mismo enlace en Juan 8:12, donde Jesús afirma: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”. La relación entre la luz y la vida también es clara en el Antiguo Testamento. El Salmo 36:9 dice: “Porque contigo está el manantial de vida; en tu luz veremos luz”.
“La luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (2 Co. 4:4) no es más que el brillo de la vida manifiesta y radiante de Dios en su Hijo. Pablo dice específicamente: “Dios...es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (v. 6). De modo que la luz es la vida de Dios manifestada en Cristo.
La luz tiene su propia importancia, además de su relación con la vida, como se ve en el contraste entre la luz y la oscuridad, un tema común en las Escrituras. En lo intelectual, la luz se refiere a la verdad (Sal. 119:105; Pr. 6:23; 2 Co. 4:4) y la oscuridad, a la falsedad (Ro. 2:19); en lo moral, la luz se refiere a la santidad (Ro. 13:12; 2 Co. 6:14; Ef. 5:8; 1 Ts. 5:5) y la oscuridad, al pecado (Pr. 4:19; Is. 5:20; Hch. 26:18). El reino de Satanás es “la potestad de las tinieblas” (Col. 1:13; cp. Lc. 22:53; Ef. 6:12), pero Jesús es la fuente de la “vida” (11:25; 14:16; cp. Hch. 3:15; 1 Jn. 1:1) y la “luz” que “en las tinieblas resplandece”, en las tinieblas del mundo perdido (8:12; 9:5; 12:35-36, 46).
(Adaptado de La Deidad de Cristo)