Convertirse en cristiano significa estar harto del pecado, ansiar el perdón, anhelar ser rescatado de la maldad actual y del infierno futuro, y afirmar el compromiso con el señorío de Cristo hasta el punto de estar dispuesto a renunciar a todo. Lo he expresado antes y lo repito ahora: No se trata simplemente de levantar la mano o de caminar por un pasillo diciendo: “Amo a Jesús”.
Por eso, en esta serie que hoy comenzamos, titulada: “La verdad sobre el señorío de Cristo,” aprenderemos más acerca de lo que significa vivir bajo el señorío de Cristo, la influencia de Su soberanía y la necesidad de nuestra sumisión. Debemos aprender que la vida cristiana es plena y abundante, pero no fácil pues requiere sacrificio, perseverancia y transformación en el proceso continuo de llegar a ser más como Cristo.
Los cristianos tienen muchas razones para regocijarse. La principal de ellas se fundamenta en quién es Dios: Él es soberano. Esta es la verdad más grande y simple acerca de Dios. Nada está fuera de su control y ve que todo resulte para nuestro bien ( Romanos 8:28). Él tiene una comprensión infinita de cada aspecto de nuestras vidas, dónde estamos y qué decimos ( Salmo 139:2-4) y ejercita su entendimiento con sabiduría perfecta. Conocer a tal Dios debería darnos un gozo indecible y glorioso.
El creyente que no vive en la confianza de la soberanía de Dios carecerá de la paz de Él y se encontrará en el caos de un corazón agitado. Por el otro lado, nuestra segura confianza en el Señor nos permitirá darle gracias en medio de las pruebas porque tenemos la paz que es responsable de proteger nuestros corazones y mentes.
Dios puede hacer lo que quiera porque es Dios y sus decretos llevan el peso de la soberanía divina. Él habló y por su palabra se crearon los mundos. “Lo que se ve fue hecho de lo que no se veía” ( Hebreos 11:3). Él habló de cosas que no eran y lo que no era, fue. Él puede decir la palabra y las personas, los lugares y los acontecimientos existirán solamente por sus decretos divinos y soberanos. A los pecadores creyentes puede declararlos justos sin que lo sean. Eso es justificación.
La Justificación y el Señorío de Cristo
La justificación, sin embargo, nunca ocurre sola en el plan de Dios. Siempre está acompañada por la santificación. Dios no declara a los pecadores legalmente justos sin hacerles justos en la práctica. La justificación no es simplemente una ficción legal. Cuando Dios declara a alguien justo, inevitablemente lo justificará. “A los que justificó, a éstos también glorificó” (Romanos 8:30). Cuando la justificación ocurre, el proceso de santificación comienza. La gracia siempre abarca ambos fenómenos.
Estoy convencido por medio de las Escrituras que Dios es absolutamente soberano en lo que a la salvación de los pecadores se refiere. La salvación “no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia” ( Romanos 9:16). No somos redimidos por alguna cosa buena que haya en nosotros, sino porque Dios nos escogió para salvación. Él escogió a ciertos individuos y a otros no. Esa elección la hizo en algún punto de la eternidad, antes de la fundación del mundo ( Efesios 1:4). Además, sin hacer caso de cualquier cosa que Él anticipara en el elegido, simplemente escogió “según el puro afecto de su voluntad [y] para alabanza de la gloria de su gracia” ( vv. 5-6). La elección proviene del amor de Dios. A los que Él escogió, los amó “con amor eterno; por tanto, [les] prolongué mi misericordia” ( Jeremías 31:3).
Pero podemos afirmar lo anterior sin siquiera sugerir que la actitud de Dios hacia el no elegido es de aborrecimiento.
Amor Y Aborrecimiento
El hecho de que algunos pecadores no estén elegidos para salvación no prueba que la actitud de Dios hacia ellos esté completamente desprovista de amor sincero. Sabemos por las Escrituras que Dios es compasivo, bondadoso, generoso y bueno hasta con los pecadores más empedernidos. ¿Quién puede negar que estas misericordias fluyan del amor sin límites de Dios? Pero es evidente que son derramadas aun sobre pecadores impenitentes.
Quiero reconocer, sin embargo, que explicar el amor de Dios hacia el réprobo no es tan simple como muchos de los evangélicos modernos quieren hacerlo. Está claro que hay un sentido en el cual la expresión del salmista “aborrecí la reunión de los malignos” ( Salmos 139:21-22). Como el salmista lo expresó, tal odio es una virtud y tenemos toda la razón para concluir que es un odio que Dios mismo comparte. Después de todo, Él afirmó: “a Esaú aborrecí” ( Malaquías 1:3; Romanos 9:13). De modo que hay un sentido verdadero y real en el cual las Escrituras enseñan que Dios odia al malvado.
El destino eterno
Muchos intentan capear la dificultad que esto plantea aludiendo que Dios odia el pecado, pero no al pecador. ¿Entonces por qué condena Dios al pecador y lo envía al infierno eterno en lugar de enviar al pecado? Es un hecho que no podemos eliminar la severidad de esta verdad si negamos el odio de Dios hacia el impío. Ni deberíamos imaginarnos que tal odio sea alguna clase de mancha en el carácter de Dios. Este es un odio santo. Es perfectamente consecuente con su inmaculada, inigualable e incomprensible santidad.
No olvidemos que Dios es Señor del universo y que Él puede hacer cualquier cosa que quiera.
(Adaptado de La verdad sobre el señorío de Cristo)