En una cosa, la serpiente tuvo razón; comer el fruto prohibido abrió los ojos de Eva, de modo que supo distinguir entre el bien y el mal. Desafortunadamente, supo del mal experimentándolo, haciéndose participante voluntaria del pecado. En un instante, su inocencia desapareció. El resultado fue una vergüenza angustiante.
La Escritura describe esto en una forma algo pintoresca: “Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales” (Génesis 3:7).
Su famoso intento de hacerse ropa con hojas de higuera ilustra perfectamente la completa incompetencia del esfuerzo humano por tratar de cubrir la vergüenza. La religión, la filantropía, la educación, la autoestima, el progreso personal, y todos los demás intentos de la capacidad humana, no son capaces de suministrar el ropaje para cubrir la desgracia y la vergüenza de nuestra condición de raza caída. Todos las soluciones hechas por el hombre combinadas, no son más eficaces para quitar el deshonor de nuestro pecado, que el intento de nuestros primeros padres de ocultar su desnudez con hojas de higuera. Ocultar nuestra vergüenza no soluciona el problema de la culpabilidad a los ojos de Dios.
Peor aún, una expiación completa por la culpabilidad está muy lejos de la posibilidad de ser provista por hombres y mujeres caídos. Eso fue lo que comprendieron Adán y Eva cuando sus ojos se abrieron al conocimiento del bien y del mal.
El Señor, por supuesto, sabía todo respecto del pecado de Adán antes que aun ocurriera. No había ninguna posibilidad de ocultarle la verdad a Él, ni tenía que ir físicamente al jardín para saber lo que la primera pareja había hecho.
Pero Génesis cuenta la historia desde una perspectiva terrenal y humana. Lo que leemos en Génesis 3:8-13 es, en esencia, lo que Eva escuchó y vio:
“Y oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto. Mas Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú? Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí. Y Dios le dijo: ¿Quién te enseñó que estabas desnudo? ¿Has comido del árbol del que yo te mandé no comieses? Y el hombre respondió: La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí. Entonces Jehová Dios dijo a la mujer: ¿Qué es lo que has hecho?”.
Es evidente que la vergüenza de nuestros primeros padres estuvo acompañada por una profunda sensación de miedo, temor y horror ante la perspectiva de tener que dar cuenta a Dios por lo que habían hecho. Por eso fue que trataron de esconderse. Como las hojas de higuera, su escondite fue inadecuado para ocultarlos del ojo de Dios que todo lo ve.
La respuesta de Adán refleja tanto su miedo como un profundo pesar. Pero no hay confesión. Adán pareciera haberse dado cuenta que no tenía sentido argumentar inocencia, pero tampoco hizo una confesión completa. Lo que trató de hacer fue echarle la culpa a otro. Así es que apuntó con el dedo hacia quien estaba más cerca: Eva.
También estaba implícita en las palabras de Adán (“la mujer que me diste”) una acusación en contra Dios. Tan rápidamente corrompió el pecado la mente de Adán que, en su afán de echarle la culpa a otro, no dudo en hacer de Dios parte de su propio crimen. Esto es tan típico de los pecadores que buscan justificarse, que la Epístola de Santiago en el Nuevo Testamento nos enseña expresamente: “Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie; sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido” (Santiago 1:13-14). Adán, sin embargo, estaba tratando sutilmente de echar por lo menos algo de la culpa sobre Dios mismo.
Pero Adán transfirió la mayor parte de la culpabilidad a Eva. El Señor respondió, no para argumentar con Adán, sino para confrontar directamente a Eva. Esto, obviamente, no indicaba que Adán quedaba fuera del problema. En lugar de eso, el Señor estaba dando a Eva una oportunidad para que confesara su participación.
Pero ella se limitó a echarle la culpa a la serpiente: “Y dijo la mujer: la serpiente me engañó y comí” (Génesis 3:13). Eso era verdad (1 Timoteo 2:14), pero la culpa de la serpiente no justificó su pecado.
Una vez más, Santiago 1:14 nos recuerda que cada vez que pecamos, somos atraídos por nuestra propia concupiscencia. No importa qué medios pueda usar Satanás para seducirnos a pecar, ni cuán sutil sea su astucia, la responsabilidad del acto mismo siempre radica en el pecador y en nadie más. Eva no podía escapar la responsabilidad de lo que había hecho transfiriendo la culpa.
Nótese, sin embargo, que Dios no argumentó ni prolongó el diálogo. Las propias palabras de Adán y Eva fueron suficientes para condenarlos, a pesar de sus esfuerzos para evitar una confesión total. Todas sus excusas no fueron mejores para ocultar su culpabilidad que lo que habían sido las hojas de higuera.
En nuestro próximo blog, continuaremos con la segunda parte de este fascinante tema, en donde aprenderemos acerca de la maldición que Dios pronuncia a los culpables de este pecado (Génesis 3:14-19), dirigiéndose en primer lugar a la serpiente, luego a Eva y finalmente a Adán.
(Adaptado de Doce Mujeres Extraordinarias)