La verdadera santidad hace que el individuo sea firme y maduro. Pablo escribió: “Hermanos, no seáis niños en el modo de pensar, sino sed niños en la malicia, pero maduros en el modo de pensar” ( 1 Co. 14:20). El apóstol describió la santificación precisamente en esos términos: “Varón perfecto… la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” ( Ef. 4:13).
¿Por qué se ha perdido este énfasis en las iglesias evangélicas contemporáneas? Crecí escuchando regularmente sermones sobre la necesidad de santidad, piedad, semejanza a Cristo y separación del pecado, el mundo y sus valores. En generaciones anteriores, si un predicador descuidaba el tema de santidad, esto se habría destacado como una omisión importante (y profundamente preocupante). Los llamados a la obediencia piadosa tenían un lugar mucho más importante en el mensaje que provenía del púlpito, en la manera de pensar de las personas en los bancos y en la vida de la iglesia en conjunto.
La santificación tenía un énfasis importante en cada denominación confesionalmente protestante y bíblicamente orientada. Y los predicadores proclamaban con valentía la necesidad de santificación junto con la doctrina de justificación por fe.
Los protestantes históricos comprendían que la obra principal del Espíritu Santo no era producir fenómenos extraños, inexplicables, esotéricos y extracorporales. La verdadera obra del Espíritu Santo se veía en la santidad manifiesta: virtud cristiana. Nadie imaginó alguna vez algún conflicto entre las verdades duales de que los creyentes son salvos “mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad” ( 2 Ts. 2:13).
Ya nada de eso sigue siendo así. La verdad de la santificación, junto con palabras como santidad, piedad, y semejanza a Cristo, han desaparecido del discurso popular cristiano. Rara vez oímos que algún predicador popular inste a su congregación a separarse del mundo, rechazar los deseos carnales o mortificar el pecado y el egoísmo. Al contrario, siguiendo las estrategias populares del pragmatismo y la sensibilidad del buscador, se legitiman todos los anhelos del corazón humano egoísta. Los caprichos y entretenimientos del mundo, junto con algunos de los retorcidos valores morales de la revolución sexual, se están incorporando a las iglesias porque a los pastores les han dicho que estos son elementos necesarios para atraer a personas que de otra manera no tendrían interés en Dios.
En forma inexplicable, incluso muchos pastores y líderes de la iglesia que profesan creer que Dios es soberano y que el evangelio es el poder divino para salvación, han adoptado esa filosofía descaradamente pragmática. Afirmarán que creen la doctrina de justificación por fe, y no les importa predicar acerca de esta de vez en cuando porque pueden hacerlo en tal forma que no se entrometa en la zona cómoda del incrédulo. Incluso podrían mencionar ocasionalmente el tema de la glorificación (aunque temo que demasiados predicadores están tan obsesionados con este mundo y tan apasionados por conectarse con la “cultura” actual que rara vez echan una mirada al futuro escatológico). Pero prácticamente no dicen nada sobre santificación. Es más, la predicación está diseñada para hacer sentir bien a las personas respecto a su forma de ser y para asegurarles que a Dios le gusta el modo en que proceden.
Esta es una nueva versión de cristianismo: ni auténticamente reformada ni históricamente protestante. A lo mejor podríamos llamarla neoreformada.
Por otra parte, existe un remanente de iglesias fieles con ministros fieles y pastores piadosos que alejan a sus rebaños del mundo, del interés personal, de la satisfacción de sus propios deseos, de buscar y definir la vida solo en términos de su propia lista de anhelos. A eso debería aspirar todo líder de la iglesia, así como todo miembro. Siempre es peligroso dejarse llevar de forma descuidada por la corriente principal, y nunca ha sido vergonzoso formar parte del remanente.
Recordemos las palabras de Cristo acerca de la minoría de fieles en Sardis: “Tienes unas pocas personas en Sardis que no han manchado sus vestiduras; y andarán conmigo en vestiduras blancas, porque son dignas” ( Ap. 3:4).
Ese es el premio final de nuestro gran llamado y su valor es infinitamente mayor que todos los tesoros combinados de este mundo. Se trata de la mejor de todas las razones para proseguir a la meta de la madurez en Cristo.
(Adaptado de Santificación)