Nuestra salvación es para la gloria de Dios, no la nuestra. Nos convertimos en participantes de Su gloria porque estamos espiritualmente unidos con Cristo. Nuestra unión con Cristo nos sitúa en una posición de privilegio tan alta, que Pablo dice que estamos sentados “en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Ef. 2:6). Desde ahí también podemos ver y disfrutar la gloria de Dios, porque: “Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Co. 4:6). Y el mayor de todos los honores es reflejar esa gloria.
En 2 Corintios 3, Pablo lo compara con el resplandor de la gloria divina sobre el rostro de Moisés cuando obtuvo un destello de la gloria de Dios en el Sinaí. El resplandor era tan intenso “que los hijos de Israel no pudieron fijar la vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro, la cual había de perecer” (v. 7). Así que tuvo que ponerse un velo sobre su rostro hasta que el resplandor finalmente desapareció. Pero la gloria de Cristo brilla desde dentro del cristiano, y no desaparece, sino que aumenta firmemente. “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen” (v. 18).
Sin embargo, es la gloria de Dios, no la nuestra. La gloria de Dios es el máximo fin por el que fuimos creados. Es el propósito de nuestra salvación.
En todo el universo no hay nada más elevado o más importante que la gloria del Señor. La gloria de Dios constituye todo el propósito por el que fuimos creados. Sin duda, esta es la razón suprema para todo lo que ha ocurrido desde el inicio de la creación hasta ahora. “Los cielos cuentan la gloria de Dios” (Sal. 19:1). El sol, la luna y las estrellas de luz, todas le alaban a Él (Sal.148:3). “Su gloria es sobre tierra y cielo” (Sal. 148:13). Y “toda la tierra está llena de su gloria” (Is. 6:3). Incluso las bestias del campo le dan gloria (Sal. 43:20).
Esto es lo que da sentido a nuestra existencia: Dios está exhibiendo Su gloria, y tenemos el privilegio indescriptible de participar en esa demostración y de saborear el gozo de ello sin cesar.
Al margen de todo lo que se habla entre los evangélicos contemporáneos sobre la vida y el ministerio “con propósito”, el punto más importante de todos es con demasiada frecuencia ocultado u omitido. Nuestro máximo propósito es glorificar a Dios; celebrar y reflejar Su gloria; magnificarle y: “Proclamad entre las naciones su gloria, en todos los pueblos sus maravillas” (Sal. 96:3).
La gloria de Dios personifica todo aquello digno de alabanza y todo lo que deberíamos desear. Es la obra maestra del gozo del cielo, tan radiante y tan penetrante que elimina por completo la necesidad de cualquier otra fuente de iluminación en la esfera donde mora Dios (Ap. 21:23). El cielo nunca será aburrido o monótono, precisamente porque la gloria de Dios se exhibirá plenamente a través de cada detalle de los cielos nuevos y de la tierra nueva. En pocas palabras, ningún otro encanto o placer podría concebiblemente provocar más asombro, interés o deleite. Lo mejor de todo es que la gloria de Dios nunca perderá su atractivo o su lustre.
Solo la persona más carnal se imaginaría que al eliminar todas las bases para gloriarse humanamente, Pablo de algún modo ha menospreciado las bendiciones o beneficios de la salvación para el pecador. Sin embargo, Pablo deja claro que Dios nos salva “para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Ef. 2:7). Así es como Dios muestra Su gloria durante toda la eternidad, y nosotros somos los beneficiarios, solo por Su asombrosa gracia.
(Adaptado de El Evangelio Según Pablo )