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La raza humana fue diseñada para ejercer dominio sobre el resto de la creación. No fue que el azar evolutivo nos sonrió, ni tampoco que tuvimos que luchar para llegar a la cima de la cadena alimenticia. El mandato de Adán de gobernar y someter la tierra vino directamente de Dios.
Tan pronto Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza” (Gn. 1:26), Dios le dijo a Adán y a Eva: “Llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra” (Gn. 1:28). Dios dispuso que el hombre fuera soberano en el planeta, y el hombre recibió la instrucción literal de sojuzgar el planeta, ejercer dominio absoluto y regir sobre todo lo que Dios había puesto en la tierra.
Por supuesto, esto se aplica en sentido colectivo a toda la raza humana y no solo a Adán. Esto queda claro debido al uso del pronombre plural “ejerzan” en el texto original como lo indica la nota a pie de página en la Nueva Biblia de las Américas en el versículo 26. También, el alcance del dominio de la humanidad sobre la tierra fue muy amplio porque incluía a todos los seres vivientes. El mandato de Dios a Adán incluyó las criaturas en su orden de creación: “los peces del mar, las aves de los cielos… las bestias, [y] todo animal que se mueven sobre la tierra” (Gn. 1:26).
El primer paso de este dominio implicó algo muy práctico registrado así en Génesis 2:19: “Jehová Dios formó, pues, de la tierra toda bestia del campo, y toda ave de los cielos, y las trajo a Adán para que viese cómo las había de llamar; y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ese es su nombre”. Esta fue la primera responsabilidad de Adán. Tuvo que observar con atención las características de cada criatura y asignarles un nombre apropiado.
El hombre fue creado a imagen de Dios, por eso fue apropiado que Dios delegara al hombre una función en su propia prerrogativa soberana. Note que Dios mismo ya había asignado nombre al día y a la noche (Gn. 1:5), a los cielos (Gn. 1:8), a la tierra y los mares (Gn. 1:10). El Creador tiene el privilegio de nombrar lo que Él crea, pero en este caso delegó esa tarea sublime a Adán, la cual se convirtió en el primer deber de Adán como gobernador del mundo creado.
También otra responsabilidad le fue asignada a Adán, quien fue nombrado labrador y guardador del huerto: “Tomó, pues, Jehová Dios al hombre, y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase” (Gn. 2:15). Por supuesto, esta tarea le fue dada antes de caer en pecado, lo cual significa que todavía no había maldición, ni espinas y cardos, y el ambiente era perfecto. Se trató de una ocupación cómoda y placentera para Adán que sin duda fue una fuente de gran satisfacción para él. Además, era el único trabajo que tenía que hacer, si acaso una ocupación así pudiera llamarse “trabajo”, en un ambiente libre de maldición, de sudor y de espinos. El huerto estaba lleno de toda clase de árboles frutales que Dios había hecho. El agua necesaria para su mantenimiento estaba disponible en abundancia de un río que lo atravesaba, y la única responsabilidad de Adán era asegurarse que los árboles y las plantas en este ambiente perfecto recibieran el cuidado adecuado. Era la vocación más agradable que cualquier persona pudiera tener.
La responsabilidad que Adán tuvo de sojuzgar la tierra y señorearla tenía un complemento perfecto en el deber que también le fue asignado de cuidar el huerto, como lo expresa muy bien Douglas F. Kelly:
“El llamado a cuidar el huerto y clasificar a los animales garantiza un equilibrio delicado y fructífero en la relación de la humanidad con el ambiente que Dios ha puesto bajo su autoridad derivada. Este equilibrio saludable no se encuentra por fuera de la fe bíblica. Por ejemplo, en las religiones orientales como el hinduismo y el budismo, se tiende a tratar el huerto como si fuera Dios mismo, lo cual conduce a un descuido total por un falso sentido de deferencia que impide cualquier uso productivo de la naturaleza. El cristianismo místico también cae con frecuencia en esa misma ambivalencia. Por otro lado, el credo del industrialismo materialista y tecnológico tiende a justificar la destrucción del huerto, motivado por ciertas metas económicas de corto plazo. Esto ha llevado a la explotación indiscriminada de minas en Virginia occidental, las montañas de escoria y desechos tóxicos en Inglaterra y los ríos muertos en Rumania. Por otro lado, los defensores fanáticos del medio ambiente elevan ese mismo huerto por encima de las necesidades y propósitos legítimos de la sociedad humana, con lo cual le hacen perder su esencia y su utilidad, e impiden al hombre realizarse mediante el uso adecuado de sus capacidades creativas en el mundo creado. A diferencia de todo esto, el Génesis enseña al hombre tanto a respetar como a sojuzgar la naturaleza, de tal manera que por medio de su uso correcto pueda reflejar la belleza, el orden y la gloria de su Creador”[1]Douglas F. Kelly, Creation and Change [Creación y Cambio] (Fearn, Ross-shire, UK: Christian Focus, 1997), 224..
Así pues, Adán recibió dominio sobre la creación de Dios y también la responsabilidad sagrada de cuidarla y mantenerla.
Lo lamentable es que al caer, Adán abdicó en gran parte la autoridad que había recibido de Dios. Al ceder a Satanás, perdió el dominio absoluto que Dios le había dado sobre la tierra. Es interesante que Jesús se refirió de forma reiterada a Satanás como “el príncipe de este mundo” (Jn. 12:31; 14:30; 16:11). En el principio, esa había sido la función del hombre, pero el pecado voluntario de Adán ocasionó la abdicación de su dominio al diablo.
Cristo mismo volverá para recuperar ese dominio y establecerse como soberano sobre la creación entera. Él ya ha derrotado a las potestades de maldad en la cruz: “Despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Col. 2:15). Además, al regresar a la tierra Él recibirá Su reino, lo establecerá en todo el mundo y reinará sobre un trono terrenal en Su cuerpo humano glorificado. De este modo, en la persona de Cristo, la humanidad por fin tendrá dominio pleno como Dios lo planeó desde un principio —y todavía más. Hebreos 2:8 celebra así esta certidumbre: “Todo lo sujetaste bajo sus pies. Porque en cuanto le sujetó todas las cosas, nada dejó que no sea sujeto a él”.
El escritor de Hebreos continúa: “Pero todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas”. Todavía vivimos en un mundo que se encuentra bajo la maldición del pecado, así que no podemos sojuzgar el huerto de Dios como quisiéramos. Existen espinas, cardos, pestes, microorganismos dañinos, virus letales y otros efectos de la maldición, sin mencionar la misma naturaleza humana caída, los cuales nos impiden cumplir la tarea de sojuzgar y señorear la tierra como Dios manda. Es irónico que al hombre se le diera originalmente el dominio sobre toda la creación y, sin embargo, en su estado caído, hasta los microbios más diminutos pueden abatirlo.
A pesar de esto, la humanidad caída se las ha arreglado para dominar la creación a una escala asombrosa, con la invención genial y la utilización masiva de tecnología que nos permite cultivar una pequeña fracción del suelo cultivable de la tierra, y aun así producir cosechas suficientes para alimentar al mundo entero. La tecnología nos ha permitido viajar a la luna, establecer redes informáticas y de comunicación extraordinarias, viajar por aire de un continente a otro en pocas horas, construir represas hidroeléctricas y grandes depósitos de agua potable, diseñar otros sistemas para aprovechar la energía del universo en beneficio de la raza humana, así como desarrollar tecnología médica que alarga la vida. Aun en su estado caído, el ser humano es una criatura maravillosa que todavía es portadora de la imagen de su Hacedor.
Sin embargo, todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas, porque las guerras, las enfermedades, el hambre y la pobreza continúan su trote inclemente por el planeta. La mayor parte de los avances tecnológicos que la humanidad ha implementado también han creado problemas nuevos mientras se intenta resolver los viejos. El hombre mismo tiene un efecto destructivo en su propio ambiente. Por encima de todo, el hombre es incapaz de someter sus propias tendencias pecaminosas.
Cristo, el hombre perfecto, hará lo que el hombre caído ha sido incapaz de hacer. Él destruirá todas las obras del diablo (1 Jn. 3:8) y destruirá al diablo mismo (He. 2:14). Esa victoria quedó sellada con la resurrección de Cristo de entre los muertos, y ahora nosotros aguardamos con paciencia su culminación, la cual tendrá lugar al final del tiempo.
“Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia. Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte. Porque todas las cosas las sujetó debajo de sus pies” (1 Co. 15:24–27).
La Biblia dice que los redimidos reinarán con Cristo en un reino terrenal durante mil años (Ap. 20:4). La tierra será restaurada como un paraíso y los elementos principales de la maldición serán cancelados. “Se alegrarán el desierto y la soledad; el yermo se gozará y florecerá como la rosa. Florecerá profusamente, y también se alegrará y cantará con júbilo” (Is. 35:1–2). Los animales volverán a su estado anterior a la caída, de tal modo que no serán carnívoros y hasta los depredadores más fieros serán inofensivos para la humanidad y para otras especies (Is. 11:6–9).
Incluso el pecado y la muerte serán mitigados en el reino milenario:
“No habrá más allí niño que muera de pocos días, ni viejo que sus días no cumpla; porque el niño morirá de cien años, y el pecador de cien años será maldito” (Is. 65:20).
En otras palabras, la mortalidad infantil será eliminada y la expectativa de vida aumentará. Parece razonable pensar que muchas personas que entren con vida al reino milenario seguirán con vida durante todo el milenio. Puesto que aquellos que nacen en el reino terrenal heredan la naturaleza pecaminosa, los efectos del pecado no se borrarán del todo. Al parecer, la mayoría de las personas serán redimidas, pero aquellos que persistan en el pecado y la incredulidad serán juzgados con la muerte. La expectativa normal de vida de la humanidad será tal, que si alguien muere a la edad de cien años, a causa de su obstinación en el pecado y la incredulidad persistente, será considerado como alguien que sufrió una muerte trágica a corta edad —como si hubiera muerto en la infancia.
Durante ese reino milenario, la humanidad probará al fin lo que podría haber sido la vida en el Edén. Con Cristo como rey soberano y con la mitigación de los efectos del pecado, la vida en la tierra será tan cercana al paraíso como jamás podrá conocerla un mundo manchado por el pecado.
Después de todo esto, tras la culminación del reinado milenario, los cielos y la tierra pasarán a fin de ser reemplazados con una creación nueva (Ap. 21:1). Ese mundo, libre de todo pecado y tristeza, será aun superior al Edén en belleza y deleites. Allí el segundo Adán, Jesucristo hombre, tendrá dominio sobre la nueva creación, y Sus santos participarán por fin del dominio perfecto que desde un principio Dios quiso que disfrutara la humanidad que había creado para Su gran gloria y alegría.
(Adaptado de La batalla por el comienzo)