Jesús conoce, comprende y simpatiza con nuestras debilidades humanas. Del mismo modo que todos los sacerdotes humanos que le precedieron, Él “puede obrar con benignidad para con los ignorantes y extraviados, puesto que él mismo está sujeto a flaquezas” (He. 5:2 NBLA), el Señor también es capaz de identificarse con nosotros como Su pueblo frágil.
De niño, Cristo aprendió y creció como cualquiera (Lc. 2:52). Está claro que voluntariamente ocultó Su conocimiento omnisciente a Su conciencia humana (Mt. 24:36). Su simpatía hacia nosotros fluye de Su experiencia —como hombre— de todas nuestras debilidades no pecaminosas. Un verdadero sumo sacerdote tenía que simpatizar con aquellos a quienes ministraba. Un verdadero sumo sacerdote estaría completamente involucrado en la situación humana, inmerso en las realidades de la vida. Por eso Jesús necesitaba vivir entre los hombres como un hombre, sentir con ellos en sus altos y en sus bajos y tratarlos con benignidad.
Metriopatheō, además de significar “tratar con benignidad”, también significa tratar con suavidad o moderación. En el contexto de Hebreos 5:2, puede conllevar la idea de estar en medio de las cosas —de dos maneras. En primer lugar, significa estar en medio de algo y plenamente involucrado. El otro es el de adoptar una posición intermedia —de saber y entender, pero evitando los extremos. Una persona con esta característica mostraría, por ejemplo, un cierto equilibrio entre la irritación y la apatía ante las malas acciones. Sería paciente con el malhechor, pero no perdonaría el mal —comprensivo, pero no indulgente.
Un ejemplo mejor sería en relación con el dolor o el peligro. Una persona demasiado comprensiva o apática no puede ayudar a alguien en problemas. El que es demasiado comprensivo se verá envuelto en el problema, demasiado afligido o asustado para ayudar. Por otro lado, el que es apático posiblemente ni siquiera reconocerá el problema que tiene otra persona y, en cualquier caso, no se preocupará por ayudar. En el medio está la persona que describe metriopatheō. Puede identificarse plenamente con la persona que tiene un problema sin perder su perspectiva y juicio. Un verdadero sumo sacerdote necesitaba esta característica. Tenía que experimentar los extremos de las emociones y tentaciones humanas mientras era más fuerte que ellas. De este modo, sería capaz de tratar con delicadeza a aquellos a quienes ministraba, sin caer víctima de su miseria.
Aquellos con quienes el sacerdote debe “tratar con benignidad” son aquellos que son “ignorantes y extraviados”, es decir, aquellos que pecan por ignorancia. La disposición del Antiguo Pacto era: “El sacerdote hará expiación por la persona que haya pecado por yerro; cuando pecare por yerro delante de Jehová, la reconciliará, y le será perdonado” (Nm. 15:28). El sacerdote ministraba solo en favor de los que pecaban por ignorancia y, por tanto, se descarriaban. En toda la economía del Antiguo Testamento, no hay absolutamente ninguna provisión para el infractor de la ley, sin arrepentimiento, deliberado y desafiante. No hay ninguna. “Mas la persona que hiciere algo con soberbia, así el natural como el extranjero, ultraja a Jehová; esa persona será cortada de en medio de su pueblo” (Nm. 15:30).
Así que el énfasis aquí está en la simpatía. El sumo sacerdote debía sentir compasión por los que se descarriaban por ignorancia. Puesto que el propio sacerdote judío era un pecador, tenía la capacidad natural, y debería haber tenido la sensibilidad, para sentir un poco de lo que sentían los demás. Jesucristo simpatizaba con los hombres —Él se identificaba con ellos, los comprendía y sentía con ellos. Sin embargo, Él hizo todo esto sin pecar jamás.
El Señor era Él mismo un hombre, tan ciertamente como cualquier otro sumo sacerdote que sirvió en el tabernáculo o en el templo antes que Él. “Los días de su carne” (He. 5:7) fueron un interludio en la vida de Jesucristo, que existió antes y después de Su vida terrenal. Pero fue un interludio extremadamente importante y necesario. Entre otras cosas: “Ofreciendo ruegos y súplicas” debido a la angustia a la que se enfrentaba al convertirse en el sustituto que cargaba con el pecado de los que creen en Él. En el huerto de Getsemaní, la noche antes de ir a la cruz, Jesús oró y agonizó tan intensamente que sudó grandes gotas de sangre. Su corazón estaba destrozado ante la perspectiva de cargar con el pecado. Soportó la ira de Dios contra Su pueblo. Él sintió la tentación. Él derramó lágrimas. Se dolió. Se afligió. Lo que siempre había sabido en Su omnisciencia, lo sintió tangiblemente como hombre. Es un Sumo Sacerdote plenamente compasivo porque experimentó lo que nosotros experimentamos y sintió lo que nosotros sentimos.
A menudo, la mejor manera —y a veces la única— de aprender a sentir compasión es sufriendo nosotros mismos lo que otro está sufriendo. El sufrimiento es un maestro muy hábil. Podemos leer y oír hablar del dolor de ser quemado. Incluso podemos ver cómo queman a la gente. Pero hasta que no nos hemos quemado nosotros mismos, no podemos simpatizar completamente con una víctima de quemaduras. Yo había leído e incluso visto muchos accidentes de coche, pero solo después de verme implicado en uno que casi me cuesta la vida, me di cuenta de lo horribles que pueden llegar a ser.
Jesús tuvo que aprender ciertas cosas sufriendo (He. 5:8). No se le eximió de las dificultades y el dolor. Aunque era el Hijo de Dios, Dios en carne humana, Él fue llamado a sufrir. Y fue obediente en Su sufrimiento hasta la muerte, por lo que Dios lo afirmó como Sumo Sacerdote perfecto.
Ese es el tipo de Sumo Sacerdote que necesitamos: uno que conozca y comprenda por lo que estamos pasando. Cuando acudimos al Señor en oración y caemos de rodillas ante Él diciendo: “Dios, este problema, esta pérdida, este dolor me está rompiendo el corazón”, qué maravilloso es ser consolados por nuestro Salvador compasivo, que comprende íntimamente y se preocupa por nuestro dolor —nuestro Sumo Sacerdote compasivo “que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (He. 4:15).
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(Adaptado y traducido del Comentario MacArthur del Nuevo Testamento: Hebreos)