Jesús nos comprende perfectamente. Sea cual sea la lucha o el desafío al que nos enfrentemos, podemos estar seguros de que Él nos comprende y se compadece de nuestra situación: “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (He. 4:15).
Además, la naturaleza comprensiva de Cristo no es una especie de simpatía pasiva por Su pueblo. El autor de Hebreos continúa diciendo que el Salvador nos ha concedido pleno acceso a Su trono como reserva ilimitada de gracia y misericordia. “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (He. 4:16).
Aquel que nos comprende perfectamente también proveerá para nosotros perfectamente:
“No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar” (1 Co. 10:13).
Jesucristo conoce nuestras tentaciones y nos sacará de ellas.
La mayoría de los gobernantes de la antigüedad eran inaccesibles para la gente común. Algunos ni siquiera permitían que sus funcionarios de más alto rango se presentaran ante ellos sin permiso. La reina Ester arriesgó su vida al acercarse al rey Asuero sin invitación, a pesar de ser su esposa (Est. 5:1–2). Sin embargo, cualquier persona arrepentida, por pecadora e indigna que sea, puede acercarse al trono de Dios en cualquier momento para pedir perdón y salvación, con la confianza de que será recibida con misericordia y gracia.
Por el sacrificio de Cristo, el trono de juicio de Dios se convierte en un trono de gracia para los que confían en Él. Así como durante siglos los sumos sacerdotes judíos habían rociado una vez al año con sangre el propiciatorio por los pecados del pueblo, Jesús derramó Su sangre una vez y para siempre por los pecados de todo aquel que cree en Él. Esa es Su provisión perfecta.
Para los judíos, la idea de tener acceso directo a Dios era impensable, porque ver a Dios cara a cara era morir. Cuando Dios dio Su ley a Israel en el Sinaí, dijo a Moisés: “He aquí, yo vengo a ti en una nube espesa, para que el pueblo oiga mientras yo hablo contigo, y también para que te crean para siempre” (Éx. 19:9). Pero una vez que el pueblo se hubo purificado según Sus instrucciones:
El Señor bajó al monte Sinaí, a la cima del monte; y el Señor llamó a Moisés a la cima del monte, y Moisés subió. Entonces el Señor habló a Moisés: “Y descendió Jehová sobre el monte Sinaí, sobre la cumbre del monte; y llamó Jehová a Moisés a la cumbre del monte, y Moisés subió. Y Jehová dijo a Moisés: Desciende, ordena al pueblo que no traspase los límites para ver a Jehová, porque caerá multitud de ellos” (Éx. 19:20–21).
Después de la construcción del Tabernáculo, y más tarde del Templo, se establecieron límites estrictos. Un gentil solo podía entrar en los confines exteriores y no más allá. Las mujeres judías podían ir más allá del límite gentil, pero no mucho más lejos. Lo mismo sucedía con los hombres y los sacerdotes regulares. Cada grupo podía acercarse al Lugar Santísimo, donde se manifestaba la presencia divina de Dios, pero ninguno podía entrar allí. Solo el sumo sacerdote podía entrar, solo una vez al año y muy brevemente. E incluso él podía perder la vida si entraba indignamente. Se cosían campanas en las vestiduras especiales que usaba el sumo sacerdote el Día de la Expiación, y si el sonido de las campanas se detenía mientras estaba ministrando en el Lugar Santísimo, sabían que había muerto a manos de Dios (Éx. 28:35).
Pero la muerte de Cristo acabó con eso. A través de Su sacrificio expiatorio, Dios Padre es ahora accesible a cualquier persona, judía o gentil, que confíe en ese sacrificio.
Para hacer más gráfica esta verdad, cuando Jesús fue crucificado, “el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo” por el poder de Dios (Mt. 27:51). Su muerte eliminó para siempre la barrera que representaba el velo del Templo para la santa presencia de Dios. Comentando esa asombrosa verdad, el escritor de Hebreos dice:
“Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura” (He. 10:19–22).
¿Cómo puede alguien rechazar a semejante Sumo Sacerdote, a semejante Salvador, que no solo nos permite acudir ante Su trono en busca de gracia y ayuda, sino que nos pide que nos acerquemos con confianza? Su Espíritu dice: “Venid con confianza hasta el trono de Dios, un trono de gracia a causa de Jesús. Acércate completamente; recibe libremente un suministro inagotable de gracia y misericordia siempre que lo necesites”.
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(Adaptado y traducido de Comentario MacArthur del Nuevo Testamento: Hebreos)